Superar todo lo que había pasado con Max no fue sencillo. Durante semanas, incluso meses, sentía que cada paso que daba hacia adelante era contrarrestado por una sombra de su recuerdo. Había días en los que apenas podía respirar, cuando los recuerdos de los buenos momentos se entrelazaban con los malos, confundiendo mis emociones y haciéndome cuestionar si había tomado la decisión correcta. Pero sabía, en lo más profundo de mí, que esta vez tenía que mantenerme firme.
La rutina se convirtió en mi mayor aliada. Volver a la universidad, concentrarme en mis clases, salir con Carlos y otros amigos, e incluso empezar a explorar cosas que siempre había querido hacer pero que nunca me había permitido. Me inscribí en un taller de pintura, algo que Max siempre había considerado una pérdida de tiempo, pero que a mí me hacía sentir vivo. Las pinceladas sobre el lienzo eran terapéuticas, un recordatorio de que podía construir algo nuevo desde cero.
Por las noches, cuando la soledad pesaba más y los recuerdos amenazaban con consumirme, me recordaba a mí mismo por qué había decidido dejarlo atrás. Había empezado a escribir en un diario, volcando en sus páginas todos mis pensamientos y emociones. A veces escribía sobre el dolor, otras sobre la esperanza de un futuro mejor, y en ocasiones simplemente sobre cosas triviales que me habían hecho sonreír ese día. Poco a poco, esos momentos de sonrisa comenzaron a ser más frecuentes.
Sin embargo, Max no me lo puso fácil. Volvía de vez en cuando, buscando abrirse paso en mi vida de nuevo y aunque su arrepentimiento era real no cambiaba nada. Su presencia era como una tormenta inesperada que amenazaba con desestabilizar todo lo que había logrado construir. Tocaba a mi puerta, aparecía en lugares que solía frecuentar, incluso me enviaba mensajes largos y cargados de emociones. En esos momentos, mi corazón se tambaleaba. Había algo en su voz, en sus palabras, que casi me hacía retroceder. Pero luego recordaba. Recordaba el dolor, los gritos, las promesas rotas y las lágrimas que había derramado por él. Recordaba cómo había dejado de ser yo mismo por amarlo.
La última vez que Max apareció fue después de una exposición de pintura en la que participé. Había sido un día importante para mí; finalmente sentía que estaba avanzando, que estaba dejando atrás las cicatrices del pasado. Estaba celebrando con Carlos y otros amigos cuando lo vi, parado en la entrada de la galería, con esa mirada que mezclaba arrepentimiento y esperanza. Mi corazón se detuvo por un instante, como si todavía tuviera algún tipo de poder sobre mí.
—¿Podemos hablar? —me pidió con suavidad. Había algo diferente en su tono, como si supiera que esta vez podría ser la última.
Lo miré por un momento, considerando su petición. Pero luego me di cuenta de algo importante: ya no tenía nada que decirle. Todo lo que necesitaba cerrar, lo había hecho en mi mente y mi corazón. Así que simplemente asentí, pero no para hablar.
—Max, no puedo volver contigo. No es lo que necesito, ni lo que merezco. Lo nuestro se acabó—dije con firmeza, aunque mi voz temblaba ligeramente. Esta vez si estaba listo para despedirlo para siempre.
Él me miró, tal vez esperando que cambiara de opinión, pero al final asintió. Y por primera vez, se marchó sin intentar luchar.
Esa noche, mientras caminaba de regreso a casa, me di cuenta de que algo dentro de mí había cambiado. Era libre. Libre de él, de lo que representaba, de las cadenas emocionales que me habían atado durante tanto tiempo. Podía sentir que por fin estaba listo para avanzar, para construir una vida que realmente me perteneciera, sin sombras del pasado.
No fue fácil, y hubo días en los que lo extrañaba, porque el amor que había sentido por él no desaparecía de la noche a la mañana. Pero lo que sí sabía era que amarme a mí mismo era más importante. Max siempre sería parte de mi historia, pero ya no tenía el poder de definir mi futuro. Y eso, para mí, era la mayor victoria.
La segunda galería que organizaba era un sueño hecho realidad. Las luces cálidas iluminaban las paredes, destacando cada una de mis pinturas. El ambiente estaba lleno de murmullos, risas y admiración. Carlos y su novio habían llegado temprano, ambos con expresiones de genuino orgullo, y me hicieron sentir especial al traer flores como gesto de celebración. Algunos amigos nuevos, personas que había conocido en el mundo del arte, también estaban ahí, junto con desconocidos que simplemente habían entrado atraídos por la curiosidad.
Caminaba entre las obras, hablando con los visitantes, cuando me detuve frente a una de las piezas más significativas para mí. Era una pintura en la que había trabajado por meses, vertiendo cada emoción, cada recuerdo, y cada lágrima en ella. Representaba a dos cuerpos entrelazados, casi fundiéndose en un solo ser, pero con detalles sutiles que mostraban fracturas en ambos. Los tonos predominantes eran rojos, dorados y negros, simbolizando la pasión, la esperanza y el dolor. Sus rostros no eran definidos, casi etéreos, pero los gestos y posturas transmitían una conexión profunda, casi imposible de romper. Era mi manera de representar lo que Max había sido para mí: una unión intensa, hermosa y devastadora.
Mientras admiraba la pintura, alguien se acercó detrás de mí.
—Es muy bonito —dijo una voz masculina, tranquila, pero cargada de interés.
Me giré para encontrarme con un hombre que no conocía. Alto, de cabello castaño claro y ojos brillantes que parecían analizar cada detalle de la obra. Me hablaba con confianza, como si nuestras almas ya se hubieran cruzado antes.
—¿Algo especial? —preguntó, señalando la pintura con un leve gesto de la cabeza.
Mis ojos volvieron al cuadro, y suspiré profundamente. —Sí —respondí, sin poder ocultar el peso emocional en mi voz. Era especial, demasiado especial, y no había manera de resumirlo con palabras.
El hombre sonrió, como si entendiera sin necesidad de explicaciones. —Me ha gustado tu colección —dijo mientras sacaba una tarjeta de su bolsillo y me la extendía. —Si te interesa, mi padre tiene una compañía que se dedica al arte. Creo que alguien como tú tendría mucho que ofrecer.
Tomé la tarjeta con cuidado, leyendo rápidamente el nombre de la empresa. Sus palabras me llenaron de una mezcla de sorpresa y gratitud. —Gracias por esto.... —dije sinceramente, levantando la mirada hacia él.
— Lance —se presentó, sonriendo con una calidez que parecía iluminar toda la sala.
—Sergio —respondí con una sonrisa, sintiendo una conexión extraña pero agradable mientras nuestros ojos se encontraban.
Lance asintió, metiendo las manos en los bolsillos. —Nos vemos, Sergio —dijo antes de girarse y caminar hacia la salida, dejándome con la tarjeta en la mano y una sensación inesperada de curiosidad en el pecho.
Volví a mirar la pintura mientras Lance se alejaba. Pensé en lo que simbolizaba, en el peso de mi pasado, y por primera vez en mucho tiempo, sentí que esas marcas que Max había dejado no eran solo heridas, sino también parte de mi evolución. El arte me había permitido liberar esa carga y, tal vez, también abrirme a la posibilidad de nuevas historias, nuevas conexiones.