Parte VI: EL ITALIANO QUE INVADIO ITALIA

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Despertó con el cuerpo adolorido y la memoria perforada; recordaba, no obstante, algunas cosas esenciales, aunque no muy positivas... Como su esposa. Su vista tardó en recomponerse, de modo que fueron sus oídos los primeros en informarle cierta situación; afuera se escuchaba el mismísimo infierno: gritos, súplicas, explosiones, entre otras incontables desdichas. Pesaba en su cuerpo la tautología de varios huesos rotos. Lentamente, su mirada se fue despejando y el ambiente se fue aclarando, de modo que el general, ahora comandante en jefe de todo un ejército, pudo ver que se hallaba rodeado por las telas de una carpa. El suelo era la superficie natural de la tierra: estaba tirado sobre un sinuoso pasto que le ensuciaba la ropa. Le acompañaba como siempre su bicornio, enganchado en su cinturón, con el detalle de que este tenía la marca de una mordida bastante animal... por supuesto, la reacción inmediata de Napoleone fue el odio, aunque en el fondo tampoco descartaba la posibilidad de ser él el perpetrador y no recordarlo, a pesar de que tal idea le dolía... Sin embargo, a medida que los ojos del corso observaban más tranquilamente el alrededor, pudo ver que había, de hecho, marcas de mordidas por todas partes, tanto en la estructura de la carpa como en la tierra elemental. Estas tenían distintas formas y tamaños (algunas incluso estaban bordeadas por sangre). Fue así que Buonaparte apartó el pensamiento de ser él el león detrás de ello y concluyó que debía tratarse más bien de una fuerza mayor, una fuerza de masas (las que probablemente se escuchaban afuera causando todo ese ajetreo, según dedujo el comandante). En ese reducido espacio no había objeto alguno, salvo algunos mapas (prácticamente inexistentes debido a las mordidas) y algo de munición (igualmente inexistentes por las mismas razones). Napoleone recogió desesperado los pedazos rotos de los mapas y nerviosamente engulló cada uno.

De repente, alguien entró a la tienda abriéndola con sus garras, en vez de ingresar como una persona normal por la entrada de la misma, cerrada en ese momento: se trataba de alguien castaño de ojos celestes, casi grises, nariz aguileña y mirada penetrante. Sus movimientos eran duros y rígidos; su voluntad así también lo parecía. Su semblante era similar al de Napoleone, quien lo reconoció de inmediato.

- ¿Luis? ¿Qué estás haciendo aquí, Luis? ¿Sabes dónde estoy?

Luis Buonaparte, 9 años menor que su hermano, sonrió.

- Dame Holanda- fue su respuesta.

- ¿De qué estás hablando, Luis? ¿Qué haces tú aquí, y por qué haces tales reclamaciones?

Luis expandió aun más su sonrisa, hasta el punto en el que parecía sobresalir más allá de su cara.

- Dame Holanda- repitió.

- Luis, tu conducta me preocupa... Más preocuparía a nuestra madre. ¡Debió habernos tirado al Mediterráneo tan pronto nos expulsó de su útero! Ahora es demasiado tarde, ¡mira los monstruos que somos!

Luis se acercó a Napoleone, que permanecía en el suelo, y acercó su espeluznante rostro al de su hermano.

- Holanda dame.

Napoleone suspiró, y ante esta mínima exhalación sus costillas crujieron, lo que hizo que el corso elevará de repente un grito fatal sinónimo del más profundo sufrimiento.

- Estoy podrido por dentro y por fuera, hermano- le comentó con melancolía, aunque Luis no pareció escuchar-. Lo sé, lo sé...- prosiguió el militar-. Sé que piensas en Holanda. ¿Pero por qué me hablas de tal lugar cuando ni siquiera sé dónde estoy ahora?

Luis Buonaparte apartó su desagradable rostro, borrando su sonrisa, y pareció reflexionar.

- ¿Holanda?- sugirió.

- No creo, hermano. El caos que desde allí afuera perfora mis tímpanos es propio de una tierra en guerra, no de Holanda.

Luis continuó pensando.

El Ascenso y Caída del Usurpador UniversalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora