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Mira, yo sé que él tiene su vida y su carrera, pero hay cosas que simplemente me sacan por el techo. Ahí estábamos, en el carro, camino a la casa, y yo con el coraje metido hasta el fondo del pecho. Clarent manejaba, calmado como siempre, mientras yo lo miraba de lado con los brazos cruzados. Era de noche, las luces de los postes pasaban rápido, y en mi mente solo había una pregunta: ¿por qué rayos tiene que irse otra vez?
—¿Tú no te cansas de dejarme sola? —le solté, sin mirarlo, pero con la voz más seria del mundo.
Él suspiró, como si ya se esperara la pelea.
—Andrea, no empieces... Ya hablamos de esto. Es trabajo. Yo no decido cuándo surgen estas cosas.
Ah, no. No se me iba a salir con esa excusa otra vez.
—¡Trabajo! ¿Trabajo? ¡Si no hace ni dos semanas que tú estabas en Colombia! ¡Clarent, dime la verdad! ¿Tú tienes una mujer con hijos allá o qué? Porque esto ya no me cuadra.
Ahí lo vi de reojo, y juraría que su cara cambió de un "me estoy aguantando" a un "¿esta nena está hablando en serio?". Y pa' colmo se echó a reír. ¿Reírse? ¿De mí?
—¿Tú te escuchas? —me dijo, entre risas, con una ceja levantada.
—¡No le veo lo gracioso! —le grité, girándome pa' mirarlo de frente. Yo estaba hablando en serio y él, en la suya, como si yo estuviera inventándome una novela de Univisión.
—Andrea, mi amor, estás siendo ridícula. No tengo familia en Colombia. Solo voy a trabajar, ya te lo dije.
—Ridícula será tu abuela, Clarent. ¡Ridículo tú por pensar que yo no tengo razón de estar molesta!
Él se calló, pero se notaba que la paciencia le estaba colgando de un hilito. Mientras tanto, yo seguía con mi berrinche porque, en mi cabeza, todo era culpa de él. Siempre metido en el estudio, siempre ocupado, y ahora otra vez se va... ¡y yo qué! ¿Una muñeca que solo sacas cuando te conviene? No, mi amor, yo no soy de esas.
Llegamos a la casa y allí estaban Turbo, Casaiah y los demás esperándolo en la entrada, echando risitas entre ellos. Ya ellos sabían que algo estaba pasando por las caras de nosotros dos. Cuando Clarent estacionó, se bajó rápido y, como todo un caballero (aunque yo sabía que estaba frustrado), vino y me abrió la puerta.
Pero yo, como la reina berrinchuda que soy, me quedé sentada, mirándolo de lado, con las manos cruzadas.
—¿Te vas a bajar o te monto en la maleta también? —me dijo, con una sonrisa sarcástica que me dio ganas de tirarle la cartera.
Yo le di mi mejor "mirada de muerte" y me quedé quieta. Los amigos, desde lejos, empezaron a reírse, y eso me dio más coraje. ¡Ay, qué mucho me desespera que se burlen de mí!