III

30 2 0
                                    

-Elizabeth ¿Estás bien? –preguntó mamá entrando a mi habitación. Se sentó a mi lado -¿qué es eso? –se dirigió a la carta tomándola sin preguntarme. Alzó una ceja y rió –¿Admirador secreto?

-No –Le dije.

-Sé que esto es realmente difícil, mi cielo. Tendremos que dar una lucha como familia. Tu padre es fuerte y lo sabes –Dijo rodeándome con su brazo derecho. Yo solo bajé mi cabeza. Yo debería estar alentándola. Si algo le pasaba a papá, ella perdería a su alma gemela. A la persona que prometió amarlo hasta la eternidad enfrente de todos en la iglesia. Pero me estaba volviendo débil y vulnerable –Hay un chico que preguntó por ti, querida.

-¿Quién? –Pregunté mirándole. Ya no tenía ganas de hablar con nadie. No quería volver a saber de nadie más mientras no tuviera noticias de papá.
-Creo que se llamaba...– Hizo una pausa tratando de recordar –Nick. Pasó a la pastelería a preguntar por ti. Dijo que había venido varias veces por las tardes y nunca abrías la puerta –Dijo.

-No quiero ver a nadie, mamá –Le dije.

-Tu padre me ha estado hablando, mi cielo... Él tiene tanta razón...Toda tu vida has estado acá adentro. Es hora de que salgas. Arreglé inscribirte en la escuela segundaria Robinson de Lacrosse. Sabes que esto es difícil para mí, Elizabeth. Pero ya no paso tanto tiempo acá. Y tú debes seguir con tus estudios. Pero recuerda cariño, Tu trayecto será de casa hasta la segundaria, y de la segundaria hasta la escuela. Nada de salidillas –Dijo riendo. Algo se movió en mí. Me sentía feliz nuevamente. La felicidad volvía a nacer en mí.

–Comenzarás en dos días. Esta misma tarde compraré las cosas que necesites. Fue realmente difícil hacerte entrar en ese lugar. Las bacantes fueron casi todas dispuestas a nuevos integrantes. Pero consulté personalmente con el director. Te harán un pequeño espacio, y harán lo posible para que te adaptes –Agregó mamá levantándose de la cama –Espero que ahora tu vida cambie, cielo –Al decir esto caminó hasta la puerta y bajó las escaleras.

Sólo quería dar brincos de felicidad. No me importaba si mi salida fuera limitada. No me importaba si tenía que estar obligada a recibir críticas por nunca haber estudiado en una secundaria como todos. No me importaba.
Quería contarle a Amelia, quería que supiese que esto me estaba sucediendo. Quería que ella fuera parte de esto, así como y había sido la que escuchaba las grandes cosas que tenía para contarme cuando éramos solo unas niñas. Pero le había pedido que se alejase de mí.

Al día siguiente mamá compró mis cosas. Ansiosa no aguanté y les vi. Había comprado un bolsa lo suficientemente grande como para que cayesen mis cuadernos. Un estuche y muchos lápices. Y por supuesto algunos cuadernos. Mamá había dicho que no necesitábamos uniforme y realmente me alegré. No me gustaba la idea de usar uno, de solo pensarlo me sentía totalmente incomoda.
El día llegó. Me levanté a las seis con treinta y ocho minutos. Cogí una toalla y bajé las escaleras hasta llegar abajo. Mamá estaba en la cocina preparando el desayuno. Luego de saludarle me dirigí hasta el baño. Me pasé principalmente quince minutos jugando con las pompas de jabón como si tuviese siete años nuevamente. Al salir del baño me dirigí corriendo por las escaleras envuelta por la toalla. Odiaba el frío.

Disidí mi atuendo. Optaría por una blusa blanca y un suéter gris encima de ella. Unos jeans ajustados y mis tenis blancas. Amarré mi cabello en una coleta. Aún estaba húmedo, pero no importó. Bajé las escaleras. El desayuno estaba sobre la mesa.
-Será un gran día, Lizzie –Me clamó mamá. Se dirigió hasta mí y retiró la cinta de mi cabello dejándolo caer por mis hombros –Te verás bien así –Dijo. No estaba seguro de dejarlo suelto. No tenía demasiado cabello como esas chicas de las revistas, pero mi pelo era salvaje. 

Desde mi ventana.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora