Capítulo cinco

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Regina

Bosque Encantado

XII

—¿Qué sucede? —dije mirándola por el rabillo del ojo. Estábamos en mi carruaje rumbo al bosque donde la encontré.

Emma iba sentada en una pose extraña, con las piernas estiradas bajo la falda y sobando sus manos a través de los costados del torso.

—No estoy acostumbrada a estos corsés —se quejó tirando de algunos listones, sus mejillas brillaban y algunas perlas de sudor se deslizaron por los bordes de su rostro—. Siento mis pulmones estrujados y mis tetas a punto de reventar.

—¿En tu mundo no usas vestidos?

—¿Vestidos? —Soltó una risita—. Vestidos sí, no esto que parece una instrumento de tortura medieval. Irónicamente.

Mantuve mi cara impasible.

Ella llevaba un vestido en color azul celeste y con bordados de hilo plateado. Esa misma mañana le pedí a la ama que llevara a mi invitada hasta mis aposentos, ahí le hice escoger uno de mis vestidos, el que despertara su gusto. Eligió uno de mis favoritos y llamativos, y debía admitir que en ella lucia incluso más hermoso que en mí.

Ahora, entre la luz del sol y sin capas de suciedad cubriendo su rostro, reconocí la belleza de Emma

Sacudí la cabeza y dije:

—El lugar donde vamos-

—El bosque.

—Sí, el bosque—continúe observándola—. No es un sitio usual. Así que, veas lo que veas o escuches lo que escuches, nunca te separes de mí. Procura no hablar demasiado y mucho menos usar esas palabras extrañas.

—¿Puede haber algo más inusual que teletransportarse? —preguntó y su tono me hizo dudar si se estaba mofando o no.

Quité mis ojos de los suyos, pues no tenía idea de lo que hablaba, y miré por la ventanilla del coche.

—Existen muchas cosas que tú, a pesar de tus conocimientos sobre el futuro, no eres capaz de imaginar.

—Pues cuando estuve en ese bosque parecía como cualquier otro —refutó alzando los hombros—. Común y corriente —concluyó con un gesto de desagrado, y suspiré como respuesta

Emma podría venir del futuro pero dudaba mucho en su capacidad para entender o enfrentar aquello en la profundidad del Bosque Encantado. Y teniendo en cuenta lo que yo sabía, no quería correr riesgos.

Al llegar frente al prado uno de mis caballeros abrió la puerta y me ayudó a bajar. Un quejido hizo que me girara y mirara a Emma con una mueca en los labios al estar inmovilizada en las telas de su ropa y la estrecha puerta del carruaje. Otro caballero le tendió la mano y ella descendió con un movimiento nada señorial y tosco. Sus zapatillas (o las mías) quedaron atascadas en lodo.

Los hombres me trajeron un paquete de cuero y de ahí saqué el libro junto a una capa de seda verde.

Avancé hacia Emma y le puse la prenda sobre la cabeza.

—Mantén esto en todo momento —dije mientras ajustaba los cordones a su cuello.

Ella me miró con un gesto que no supe descifrar.

—¿Qué es?

—Protección —Terminé de hacer el nudo y puse el libro en sus manos—. Guárdalo bajo la capa y el vestido. No lo muestres hasta que yo te diga.

Ciudades de hierroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora