VIII

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—¡Caterina! El escenario ya está libre.

—Vale, ¡gracias! –Le grito a Dimas, que está en la cabina controlando los focos y sonido del teatro.

Hace ya un mes que estoy trabajando en el teatro y desde que le dije a Loui que entre él y yo no podía haber nada. Él sigue mirándome igual, supongo que a la espera de la luz verde, pero me temo que esperará toda su vida, no le puedo ver de otro modo que no sea como amigo o hermano, no existe esa chispa que él espera.

Parece que gracias a las actuaciones extras el teatro está sobreviviendo y subiendo económicamente un poco, aunque no lo suficiente. Y ahora me toca ponerme a ensayar. Las coreografías las hago todas yo y prefiero variar y no hacer siempre clásico, si no el público termina cansándose. Ahora estoy montando una coreografía de contemporáneo y una llamada Al-Ándalus que me recuerda a casa, a los días que bailaba con mi padre en el patio cuando ponían algo de sevillanas en la radio. De repente una luz blanca igual que la que había en mis sueños con los enmascarados me ciega y me caigo al suelo.

—¡Lo siento! ¡Estoy probando focos nuevos! —grita Dimas desde arriba.

—¡No pasa nada! —le digo poniéndome la mano delante de los ojos intentando hacerme algo de sombra mientras me levanto.

—Madre mía vaya espectáculo, tendré que pasarme más por aquí. ¿La caída va incluida en el baile? —dice alguien riéndose.

Centro un poco más la vista y me doy cuenta de que hay un par ojos verdes mirándome pertenecientes a un chico sentado en una de las butacas apoyando los pies encima de la butaca de delante y con los brazos cruzados detrás de la cabeza.

—Lo siento, el teatro no está abierto al público en los ensayos. Si quieres ver si la caída va incluida en el baile tendrás que venir mañana a ver la actuación como todo el mundo. —Le contesto cortante.

—¡Damien! —grita sorprendido desde la cabina Jean-Luc, el tío de Loui.

—¡Tío Luc! —le contesta girándose para mirarle el chico que está sentando a unos metros de mí en el mismo tono.

—¡Dios mío! ¡Cuánto tiempo sin verte! Casi no te reconozco. Ven, sube, sube. Tenemos mucho de qué hablar —le dice Jean-Luc desde arriba haciéndole señas para que subiera.

—Bueno, intenta no partirte un pie preciosa —dice volviéndose para mí mientras se aleja por las escaleras y me guiña un ojo.

Será descarado. Entonces, ¿este chico es sobrino de Jean-Luc? Bueno, será hijo del otro hermano de Jean-Luc y el difunto padre de Loui, si es que lo tienen. Loui me dijo que tenía un hermano y que se llamaba Angelo, no Damien.

Decido seguir ensayando un rato más y volver a casa. Podría bailar la coreografia con los ojos cerrados. Así que me despido de Dimas y me dirijo hacia casa, pero no sin antes pasar por la perrera donde semanas atrás dejé a una perrita blanquita muy bonita que me había encontrado en la calle. Me hubiese encantado llevármela a casa, pero Loui es alérgico y no podía tener casi ningún animal cerca de él. Así que todos los días que podía iba allí a ver si alguien la había adoptado ya y me sorprendía cada vez que la chica decía que no, puesto que tendría unas dos semanas cuando me la encontré y aun es un cachorro.

Por fin, ya en casa, mis pies ya están resentidos de tantas horas en marcha.

—¡Hola Loui! —grito para que me oiga desde la cocina, que es donde está siempre cuando llego a casa, mientras dejo el abrigo en el perchero y cierro la puerta.

—¡Hola Caterina! Estamos en la cocina —me contesta en el mismo tono de voz.

¿Estamos? ¿Ha invitado a su jefe a comer para que le ascienda? Voy hasta la cocina y me apoyo en el marco de la puerta. Hay un chico sentado en uno de los taburetes de la barra de la cocina de espaldas a mí y Loui está cocinando.

Los 50 jettesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora