En una gran ciudad - uno de esos lugares tan llenos de casas y de gentes, donde
no hay suficiente espacio para que todos puedan tener un pequeño jardín y donde,
en consecuencia, los que allí vivían deben contentarse con unas cuantas macetas
-, había dos pobres niños que, sin embargo, tenían un jardín algo más grande que
un simple tiesto de flores.
No eran hermanos, pero se querían tanto como si lo fueran. Las familias vivían en
sendas buhardillas, justo enfrente una de otra; allí donde el tejado de una casa
tocaba casi al de la otra, se abrían un par de pequeñas ventanas, una en cada
buhardilla; bastaba dar un pequeño salto sobre los canalones que corrían junto a
los aleros para pasar de una ventana a otra.
Cada familia tenía delante de su correspondiente ventana un cajón grande de
madera en el que cultivaban hortalizas, que más tarde pasarían a la mesa, y en
que crecía también un pequeño rosal; los dos rosales, uno en cada cajón, crecían
fuertes y hermosos. Un día, los padres tuvieron la idea de colocarlos
perpendicularmente a los canalones, de modo que casi llegaban de ventana a
ventana, ofreciendo el aspecto de dos verdaderos jardines. Los tallos de los
guisantes colgaban a ambos lados y los rosales alargaban sus ramas enmarcando
las ventanas e inclinándose cada uno hacia el otro; parecían dos arcos de triunfo
de hojas y de flores. Como los cajones estaban situados muy altos, los niños
sabían que no debían trepar hasta ellos, aunque a veces les daban permiso para
subir y reunirse, sentándose bajo las rosas en sus pequeños taburetes. jugar allí
era una verdadera delicia.
Pero esta diversión les estaba vedada durante el invierno. Con frecuencia las
ventanas se cubrían de escarcha y entonces los niños calentaban en la estufa una
moneda de cobre, poniéndola a continuación sobre el helado cristal de la ventana;
conseguían así una magnífica mirilla perfectamente redonda; detrás, espiaba un
ojo afectuoso, uno en cada mirilla. El niño se llamaba Kay, y la niña, Gerda.
Durante el verano podían reunirse con sólo dar un salto, en invierno había que
bajar muchos pisos y subir otros tantos; afuera, los copos de nieve revoloteaban
en el aire.
- Son abejas blancas que juegan en el aire - decía la abuela.
- ¿También ellas tienen una reina? - preguntaba el niño, sabiendo que las
verdaderas abejas tienen.
- ¡Claro que si!- decía la abuela-. Vuela en medio del grupo más denso, es la más
grande de todas y jamás se queda en tierra, pues, en cuanto toca el suelo, vuelve
a partir enseguida hacia las nubes. A menudo, en las noches de invierno, recorrelas calles de la ciudad, mira por las ventanas y entonces los cristales se hielan de
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La reina de las nieves
FantasyUna historia de Hans Christian Andersen (1805 - 1875) Que narra a Kay y a Greta, dos niños que viven en casas contiguas y que son muy unidos pero son separados por una desgracia, la reina de las nieves. Greta se niega a aceptar lo que todos dicen y...