Capítulo 1 Un Séptimo Hijo

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Había empezado a oscurecer cuando llegó el Espectro. La jornada había sido larga


y agotadora, y yo estaba a punto de cenar.


-¿Estás seguro de que es un séptimo hijo? -preguntó. Me miraba con atención


moviendo la cabeza con gesto de duda.


Mi padre asintió.


-¿Y tú también fuiste un séptimo hijo?


Papá volvió a asentir en silencio y se puso a zapatear con impaciencia, de modo


que salpicó mis pantalones con gotitas de barro y de estiércol. De la visera de la gorra


le chorreaba agua de lluvia. Había estado lloviendo casi todo el mes, y en los árboles


habían brotado hojas nuevas, pero el clima primaveral tardaría aún mucho en llegar.


Mi padre era granjero, igual que su padre. La primera regla de la vida de los


granjeros es mantener unida la hacienda y no dividirla entre los hijos, pues a cada


generación la propiedad iría menguando hasta quedar en nada. Por ese motivo, el


padre la lega al primogénito y luego busca una ocupación para los demás hijos; si es


posible, trata de encontrarles un oficio.


Para conseguirlo, necesita pedir muchos favores. La herrería es una opción, sobre


todo cuando la granja es grande y ha proporcionado al herrero trabajo en


abundancia. En ese caso, lo más seguro es que el herrero ofrezca un empleo de


aprendiz, pero aun así sólo se habrá colocado a uno de los hijos.


Yo era el séptimo hijo, y cuando me tocó a mí, mi padre ya había recurrido a todos


los favores y estaba tan desesperado que quería que el Espectro me diese trabajo de


aprendiz. O al menos es lo que pensé en aquel momento. Tendría que haber supuesto


que mi madre andaba detrás de todo eso.


Ella estaba detrás de muchas cosas, pues mucho antes de que yo naciera, nuestra


granja se compró con su dinero. ¿De qué otro modo, si no, podría habérselo


permitido un séptimo hijo? Además, mamá no era del condado sino que provenía de una comarca lejana, del otro lado del mar. La mayoría de la gente no lo notaba, pero


algunas veces, si la escuchabas atentamente, percibías una ligera diferencia en su


manera de pronunciar ciertas palabras.


Pero no os creáis que me estaban vendiendo como esclavo ni nada parecido. La


vida de granjero me aburría, y lo que ellos llamaban «la ciudad» no era más que un


villorrio perdido en medio de la nada. Desde luego no era el lugar donde quería


pasar el resto de mi vida. Así que, en cierto modo, no le hacía ascos a la idea de


convertirme en espectro; era mucho más interesante que ordeñar vacas y echar


estiércol.


No obstante, estaba nervioso, porque era un trabajo que daba miedo. Tendría que


aprender a proteger granjas y pueblos de cosas que asustan, y vérmelas con

El Aprendiz Del EspectroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora