Salí corriendo de la casa y me dirigí al norte, derecho hacia el Monte del
Ahorcado. No paré hasta llegar al prado norte. Necesitaba ayudaba, y tenía que ser
inmediatamente. Pensé en volver a Chipenden porque el único que podía ayudarme
era el Espectro.
De repente, al llegar a la tapia de la finca, los animales se callaron. Me di la vuelta
y eché un vistazo a la granja. Detrás de ella lo único que alcanzaba a ver era el
camino de tierra que serpenteaba a lo lejos, como una mancha oscura sobre el tapiz
grisáceo de los campos de cultivo.
Fue entonces cuando vi una luz en el camino. Una carreta se acercaba a la granja.
¿Sería mi madre? Por unos instantes esa visión me llenó de esperanza, pero cuando
la carreta se aproximó a la verja de la granja, oí que alguien carraspeaba muy fuerte,
como si reuniera flemas en la garganta, y a continuación lanzó un escupitajo. Era
Narizotas, el matarife. Tenía que sacrificar a cinco de nuestros cerdos peludos más
grandes. Una vez sacrificados, había que despellejarlos uno por uno, y al parecer
había decidido empezar la faena lo antes posible.
A mí nunca me había hecho ningún daño, pero siempre me alegraba cuando
terminaba su trabajo y se marchaba. Tampoco a mi madre le había gustado nunca
aquel hombre, porque le desagradaba su manía de carraspear y de escupir espesas
flemas en el patio.
Narizotas era corpulento, más alto incluso que Jack, y tenía unos antebrazos muy
musculosos que le eran necesarios para su oficio, pues algunos cerdos pesaban más
que un hombre y luchaban como locos para escapar del cuchillo. Sin embargo, no
todo el cuerpo de Narizotas era puro músculo, puesto que por debajo de la camisa,
que siempre le quedaba corta y la llevaba con los dos botones inferiores desabrocha-
dos, le asomaba una barriga gordinflona, blancucha y velluda, por encima del mandil
de cuero marrón que se ponía para evitar que los pantalones se le manchasen de
sangre. No debía de tener mucho más de treinta años, y su cabello era fino y lacio.
Decepcionado al ver que no era mi madre, me quedé observándolo. Desenganchó
el farolillo de la carreta y empezó a descargar las herramientas. Se puso manos a la
obra delante del granero, al lado de la pocilga.
Como ya había perdido demasiado tiempo, me dispuse a saltar la tapia y a
meterme en el bosque, pero de pronto, por el rabillo del ojo vi que algo se movía más
abajo, en la pendiente: una sombra venía hacia mí apresurándose en dirección a la
escalerilla de la tapia, al final del prado norte.
Era Alice. No me hacía ninguna gracia que me siguiera los pasos, pero como era
mejor enfrentarme a ella cuanto antes, me senté en la tapia de la finca a esperarla. Sin
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El Aprendiz Del Espectro
Mystery / ThrillerLibro 1: Thomas Ward tiene trece años, es el séptimo hijo de un séptimo hijo, y vive feliz en una granja junto a sus padres, su hermano, y su cuñada. Todo cambia cuando, una tarde, viene a buscarlo un Espectro para llevárselo como aprendiz. Junto a...