Capítulo 13 Cerdos Peludos

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Salí corriendo de la casa y me dirigí al norte, derecho hacia el Monte del


Ahorcado. No paré hasta llegar al prado norte. Necesitaba ayudaba, y tenía que ser


inmediatamente. Pensé en volver a Chipenden porque el único que podía ayudarme


era el Espectro.


De repente, al llegar a la tapia de la finca, los animales se callaron. Me di la vuelta


y eché un vistazo a la granja. Detrás de ella lo único que alcanzaba a ver era el


camino de tierra que serpenteaba a lo lejos, como una mancha oscura sobre el tapiz


grisáceo de los campos de cultivo.


Fue entonces cuando vi una luz en el camino. Una carreta se acercaba a la granja.


¿Sería mi madre? Por unos instantes esa visión me llenó de esperanza, pero cuando


la carreta se aproximó a la verja de la granja, oí que alguien carraspeaba muy fuerte,


como si reuniera flemas en la garganta, y a continuación lanzó un escupitajo. Era


Narizotas, el matarife. Tenía que sacrificar a cinco de nuestros cerdos peludos más


grandes. Una vez sacrificados, había que despellejarlos uno por uno, y al parecer


había decidido empezar la faena lo antes posible.


A mí nunca me había hecho ningún daño, pero siempre me alegraba cuando


terminaba su trabajo y se marchaba. Tampoco a mi madre le había gustado nunca


aquel hombre, porque le desagradaba su manía de carraspear y de escupir espesas


flemas en el patio.


Narizotas era corpulento, más alto incluso que Jack, y tenía unos antebrazos muy


musculosos que le eran necesarios para su oficio, pues algunos cerdos pesaban más


que un hombre y luchaban como locos para escapar del cuchillo. Sin embargo, no


todo el cuerpo de Narizotas era puro músculo, puesto que por debajo de la camisa,


que siempre le quedaba corta y la llevaba con los dos botones inferiores desabrocha-


dos, le asomaba una barriga gordinflona, blancucha y velluda, por encima del mandil


de cuero marrón que se ponía para evitar que los pantalones se le manchasen de


sangre. No debía de tener mucho más de treinta años, y su cabello era fino y lacio.
Decepcionado al ver que no era mi madre, me quedé observándolo. Desenganchó


el farolillo de la carreta y empezó a descargar las herramientas. Se puso manos a la


obra delante del granero, al lado de la pocilga.


Como ya había perdido demasiado tiempo, me dispuse a saltar la tapia y a


meterme en el bosque, pero de pronto, por el rabillo del ojo vi que algo se movía más


abajo, en la pendiente: una sombra venía hacia mí apresurándose en dirección a la


escalerilla de la tapia, al final del prado norte.


Era Alice. No me hacía ninguna gracia que me siguiera los pasos, pero como era


mejor enfrentarme a ella cuanto antes, me senté en la tapia de la finca a esperarla. Sin

El Aprendiz Del EspectroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora