Capítulo 10 Pobre Billy

117 9 1
                                    

Después de aquel suceso me quedé tan débil que caí de hinojos y al instante


empecé a vomitar. Nunca me había encontrado tan mal en toda mi vida. Seguían


dándome arcadas cuando ya no me salía nada más que bilis por la boca, y sentía las


entrañas desgarradas y retorcidas.


Al final se me pasó y me puse en pie como pude. Pero aún tardé mucho rato en


calmar mi respiración y en dejar de temblar de la cabeza a los pies. Sólo quería volver


a casa del Espectro. Ya había hecho bastante por una noche, ¿no os parece?


Pero no podía abandonar porque el niño estaba en casa de Lizzie. Eso era lo que


me decía el instinto: el niño era el cautivo de una bruja capaz de cometer un


asesinato. No me quedaba otra opción. No había nadie más que yo, y si no acudía en


su ayuda, ¿quién lo haría? Tenía que ir a casa de Lizzie la Huesuda.


Hacia el oeste se estaba formando una tormenta, una abultada franja de


nubarrones negros que engullía las estrellas. Dentro de poco empezaría a llover, pero


cuando inicié el camino de bajada hacia la casa, la luna seguía luciendo. No


recordaba haber visto nunca una luna llena tan grande.


Mientras avanzaba, veía mi sombra alargada delante de mí. Observé cómo iba


creciendo, y cuanto más me acercaba a la casa, más grande parecía, pero como


llevaba puesta la capucha y sujetaba el cayado del Espectro con la mano izquierda,


no parecía mi propia sombra. Seguía moviéndose delante de mí y al final se proyectó


sobre la casa de Lizzie la Huesuda.


En ese momento miré hacia atrás, con la remota esperanza de ver al Espectro


detrás de mí. Pero no había nadie; tan sólo era un efecto de la luz. Seguí caminando


hasta que hube atravesado la cancela abierta del patio.


Me detuve a reflexionar delante de la puerta de entrada. ¿Y si no llegaba a tiempo,


y el niño había muerto ya? ¿O qué pasaría si su desaparición no tenía nada que ver


con Lizzie, y yo me estaba jugando el cuello para nada? Mi mente no paraba de dar


vueltas, pero igual que había ocurrido en la ribera del río, mi cuerpo sabía lo que tenía que hacer. Y antes de que pudiera detenerla, mi mano izquierda golpeó tres


veces en la puerta con el cayado.


Durante unos minutos sólo hubo silencio, pero después se oyó el sonido de unas


pisadas. De repente vi luz por la rendija de la puerta.


Cuando se abrió, lentamente, di un paso hacia atrás. ¡Era Alice, menos mal!


Aguantaba un farolillo a la altura de la cabeza, de forma que tenía la mitad del rostro


iluminada y la otra mitad sumida en la oscuridad.


-¿Qué quieres? -preguntó en tono de disgusto.


-Ya sabes lo que quiero -repliqué-. He venido a por el niño. A por el niño que

El Aprendiz Del EspectroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora