Capítulo 5 Boggarts Y Brujas

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Nos dirigíamos a la que el Espectro denominaba su «morada de invierno».


Mientras caminábamos, las últimas nubes de la mañana terminaron de deshacerse,


y entonces me di cuenta de que el sol parecía distinto. A veces el sol brilla en


invierno incluso en el condado, lo cual es bueno, pues suele significar que por lo


menos no está lloviendo. Sin embargo, cada año llega una época en la que, de pronto,


notas por primera vez el calor que proporciona el sol; es como el retorno de un viejo


amigo.


El Espectro debía de estar pensando casi lo mismo que yo, porque de repente se


detuvo, me miró de reojo y me dedicó una de sus escasas sonrisas.


-Hoy es el primer día de la primavera, muchacho -me dijo-. Iremos a


Chipenden.


Me pareció un comentario extraño. ¿Es que siempre iba a Chipenden el primer día


de primavera? Y de ser así, ¿por qué lo haría? Por lo tanto se lo pregunté.


-Es el territorio de verano. Pasamos el invierno en las inmediaciones del páramo


de Anglezarke, y el verano en Chipenden.


-Nunca he oído hablar de Anglezarke. ¿Dónde está?


-En el extremo meridional del condado, muchacho. Es donde nací, y vivimos allí


hasta que mi padre nos trasladó a Horshaw.


De todos modos, al menos me sonaba el nombre de Chipenden, cosa que me hizo


sentir mejor. De pronto caí en la cuenta de que, como aprendiz del Espectro, tendría


que viajar mucho y debería aprender a orientarme.


Sin más demora, cambiamos de dirección y enfilamos hacia las montañas que se


divisaban a lo lejos, al nordeste. Ya no hice más preguntas. Esa noche, albergados de


nuevo en un frío granero y con unos cuantos trocitos de queso amarillo por toda


cena, a mi estómago le dio por pensar que me habían cortado el cuello. Nunca había


estado tan hambriento.
Me habría gustado saber dónde nos quedaríamos cuando llegásemos a Chipenden


y si allí tomaríamos comida de verdad. No conocía a nadie que hubiese estado en ese


lugar, pero se suponía que era un pueblo remoto y hostil, perdido en lo alto de las


colinas rocosas, que eran las lejanas montañas de color gris y morado que se


divisaban desde la granja de mi padre. Estas siempre me habían parecido una especie


de gigantescos animales dormidos, pero seguro que era a causa de las historias de ese


tipo que uno de mis tíos tenía la costumbre de contarme. Decía que por la noche


empezaban a moverse, y que a veces, al amanecer, pueblos enteros desaparecían de


la faz de la Tierra, hechos polvo bajo el peso de las montañas.


A la mañana siguiente, unos oscuros nubarrones tapaban el sol otra vez, y daba la


impresión de que tendríamos que esperar cierto tiempo antes de poder disfrutar del

El Aprendiz Del EspectroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora