Capítulo 8 La Vieja Madre Malking

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Cuando regresé a la casa del Espectro, empecé a preocuparme, y cuanto más


vueltas le daba al tema, más confuso lo veía. Me imaginaba lo que el Espectro habría


hecho: habría tirado los pasteles y me habría dado una larga lección sobre las brujas


y sobre los problemas que ocasionaban las niñas que llevaban zapatos puntiagudos.


Pero como no estaba en casa, no podía decirme nada. Hubo dos cosas que me


convencieron para meterme entre las tinieblas del jardín oriental, donde mi maestro


guardaba a las brujas. La primera era mi promesa a Alice.


«Nunca prometas nada que no estés dispuesto a cumplir», me aconsejaba siempre


mi padre. Por supuesto, no me quedaba otro remedio. El me había enseñado a distin-


guir lo que estaba bien de lo que estaba mal, y por el hecho de que fuese el aprendiz


del Espectro, no significaba que tuviera que cambiar totalmente mi manera de


comportarme.


En segundo lugar, no me parecía bien tener prisionera a una anciana en un hoyo.


Hacerle eso a una bruja muerta parecía tener sentido, pero no a una viva. Recuerdo


que me pregunté cuál habría sido el terrible crimen que había cometido esa mujer


para haber merecido tal castigo.


¿Qué daño podía causar el hecho de llevarle tres pasteles? Tan sólo se trataba de


que su familia le prestaba un poco de atención para ayudarla a resistir el frío y la


humedad. El Espectro me había dicho que confiase en mi instinto y, después de


sopesar las cosas, sentí que iba a hacer lo correcto.


Lo malo era que tenía llevar yo mismo los pasteles, y además, a medianoche. A


esas horas todo está bastante oscuro, en especial si no hay luna.


Me acerqué al jardín oriental llevando el cesto. Estaba oscuro, pero no tanto como


esperaba. He de aclarar que, por una parte, siempre he tenido buena vista de noche


(creo que lo he heredado de mi madre, pues ella siempre se las arregla bien en la


oscuridad), y por otra parte, esa noche el cielo estaba despejado y la luz de la luna me


ayudaba a ver el camino.
Al meterme entre los árboles, de repente empezó a hacer frío y me estremecí. Pero


cuando llegué a la primera tumba, la que estaba rodeada de piedras y tenía las trece


barras por encima, sentí aún más frío. Allí era donde estaba enterrada la primera


bruja. Sin embargo, según había dicho el Espectro, ella era débil y tenía poca fuerza.


Así pues, intentando convencerme a mí mismo por todos los medios, me dije que no


tenía nada que temer.


Estaba claro que decidir llevarle los pasteles a Madre Malkin a plena luz del día


era una cosa, pero ahora, en medio del jardín y casi a medianoche, ya no estaba tan


seguro. El Espectro me había dicho que no me acercase a ese lugar al caer la noche.

El Aprendiz Del EspectroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora