Acto II; Escena II

1.2K 7 2
                                    

Venecia. -Una calle.

Entra LAUNCELOT GOBBO.
LAUNCELOT.- Ciertamente la conciencia me hará abandonar la casa de
ese judío, mi amo. El demonio me toca el codo y me tienta
diciéndome: «¡Gobbo, Launcelot Gobbo, buen Launcelot!», o «¡Buen
Gobbo», o «Buen Launcelot Gobbo, servíos de vuestras piernas, dejad
el campo, poneos en franquicia!» Mi conciencia me dice: «No, ten
cuidado, honrado Launcelot; ten cuidado, honrado Gobbo», o, como he
dicho anteriormente, «honrado Launcelot Gobbo; no te escapes,
desprecia la idea de poner pies en polvorosa». Pero el intrépido
demonio me ordena liar el petate: «¡Vía!»5, dice el demonio.
«¡Largo!», dice el demonio. «En nombre del cielo, toma una
resolución enérgica y parte», dice el demonio. A su vez, mi
conciencia, colgándose del cuello de mi corazón, me dice estas
prudentísimas palabras: «Mi honesto amigo Launcelot, tú, que eres el
hijo de un hombre honrado...» -valdría mejor decir el hijo de una
mujer honrada, porque, para decir verdad, mi padre tuvo cierto
resabio, cierta inclinación, cierto gusto especial-; mi conciencia
me dicta, pues: «¡Launcelot, no te muevas!» «¡Muévete!», dice el
demonio. «¡No te muevas!», dice mi conciencia. «Conciencia, le digo,
no me aconsejas mal; demonio, le contesto, me aconsejas bien.» Si me
dejo gobernar por mi conciencia, me quedaré con el judío, mi amo,
que es una especie de diablo; si me escapo de la casa del judío,
tomaré por amo al demonio, quien, salvando vuestros respetos, es
Satanás mismo. Ciertamente el judío es una encarnación del propio
diablo; y, en conciencia, mi conciencia es una especie de conciencia
sin piedad, por aconsejarme que me quede con el judío. Es el demonio
quien me da el consejo más amistoso; me escaparé, demonio; mis
piernas están a tus órdenes; me escaparé.
(Entra el viejo GOBBO con un cesto.)
GOBBO.- Mi joven señor, os lo suplico, ¿cuál es el camino de la
casa del señor judío? LAUNCELOT (Aparte.) ¡Oh, cielos! Es el verdadero autor de mis
días, que, estando más que medio ciego, tres cuartos ciego, no me
conoce. Voy a hacer un experimento con él.
GOBBO.- Mi joven señor, os lo suplico: ¿cuál es el camino para ir a
la casa del señor judío?
LAUNCELOT.- Torced a vuestra mano derecha en la primera esquina;
pero en la última esquina de todas tomad a la izquierda, y en
seguida en la primera esquina no torzáis, ¡pardiez!, ni a la derecha
ni a la izquierda, sino descended indirectamente hacia la casa del
judío.
GOBBO.- ¡Por los santos de Dios! He ahí un camino que será fácil
encontrar. ¿Podéis decirme si un cierto Launcelot, que vive con él,
vive o no con él?
LAUNCELOT.- ¿Habláis del joven maese Launcelot? (Aparte.) Ponedme
atención ahora; voy a hacer correr las lágrimas. (A GOBBO.)
¿Habláis del joven maese Launcelot?
GOBBO.- No es maese, señor, sino el hijo de un pobre hombre; su
padre, aunque sea yo quien lo diga, es un hombre honrado,
extremadamente pobre, y, a Dios gracias, en buena disposición de
vivir.
LAUNCELOT.- Bien; sea su padre lo que quiera, hablamos del joven
maese Launcelot.
GOBBO.- Launcelot a secas, señor, para servir a vuestra señoría.
LAUNCELOT.- Pero os lo ruego, ergo anciano, ergo, os lo suplico:
¿es del joven maese Launcelot de quien habláis?
GOBBO.- De Launcelot, si place a vuestro honor.
LAUNCELOT.- Ergo, de maese Launcelot. No habléis de maese
Launcelot, padre, pues el joven caballero, según los hados y los
destinos y otras maneras raras de hablar, como las Tres Hermanas, y
parecidas divisiones de la erudición, ha fallecido, o, como diríamos
en términos más corrientes, ha ido al cielo.
GOBBO.- ¡Pardiez! ¡No lo permita Dios! El muchacho era el báculo de
mi vejez, mi verdadero sostén.
LAUNCELOT.- (Aparte.) ¿Me parezco a un garrote, a una viga, a un
bastón o a un poste? (A GOBBO.) ¿Me reconocéis, padre?
GOBBO.- ¡Ay! No, no os conozco, joven caballero; pero decidme, por
favor, si mi muchacho (Dios dé reposo a su alma) está muerto o vivo.
LAUNCELOT.- ¿Me reconocéis, padre?
GOBBO.- ¡Ay! Señor, estoy casi ciego, no os reconozco.
LAUNCELOT.- En verdad, aunque tuvierais vuestros ojos, podríais muy
bien no reconocerme: es un padre avisado el que conoce su propio
hijo. Vamos, viejo, voy a daros noticias de vuestro hijo. (Se
arrodilla.) Dadme vuestra bendición; la verdad sale siempre a luz;
un crimen no puede estar oculto largo tiempo, pero sí un hijo para
su padre; sin embargo, al final la verdad acaba siempre por
descubrirse.
GOBBO.- Os lo ruego, señor, levantaos; estoy seguro que no sois
Launcelot, mi hijo.
LAUNCELOT.- Os lo suplico: no digamos más tonterías sobre este
asunto, sino dadme vuestra bendición; soy Launcelot, el que era vuestro mocito, el que es ahora vuestro hijo, el que será siempre
vuestro chico.
GOBBO.- No puedo creer que seáis mi hijo.
LAUNCELOT.- No sé lo que debo creer a este respecto; pero soy
Launcelot, el criado del judío, y estoy seguro que Margarita,
vuestra mujer, es mi madre.
GOBBO.- Su nombre es Margarita, en verdad, y afirmaré bajo
juramento que si eres Launcelot eres de veras mi propia carne y mi
propia sangre. ¡Dios sea alabado! ¡Cómo te ha crecido la barba!
Tienes más pelos en tu barbilla que Dobbin, mi limonero, tiene en la
cola.
LAUNCELOT.- Parecería entonces que la cola de Dobbin crece en
disminución; pues estoy seguro que tenía más pelos en la cola que
los que yo tengo en la cara, la última vez que le vi.
GOBBO.- ¡Dios mío, cómo estás de cambiado! ¿Cómo os lleváis tu amo
y tú? Le traía un regalo. ¿Cómo os lleváis ahora?
LAUNCELOT.- Bien; pero, por mi parte, he decretado mi fuga; así que
no me detendré hasta que no esté a una buena distancia de él. Mi amo
es un verdadero judío. ¡Darle un regalo! ¡Dadle una cuerda! Me muero
de hambre en su servicio. Podéis contarme todos los dedos que tengo
con mis costillas. Padre, me alegro que hayáis venido; entregadme
vuestro regalo para un tal Bassanio, que, por cierto, da a sus
servidores hermosas libreas nuevas; si no le sirvo, huiré tan lejos
como alcanza la tierra de Dios. ¡Oh!, rara fortuna; aquí llega el
hombre de que se trata; dirijámonos a él, padre, porque voy a
convertirme en judío, si sirvo al judío más tiempo.
(Entra BASSANIO con LEONARDO y otros acompañantes.)
BASSANIO.- Podéis arreglarlo así; pero que se haga tan aprisa que
la cena esté dispuesta, lo más tarde, a las cinco. Ved de entregar
esas cartas, dad a hacer las libreas y rogad a Graciano que venga en
seguida a mi alojamiento.
(Sale un CRIADO.)
LAUNCELOT.- Vamos a él, padre.
GOBBO.- ¡Dios bendiga a vuestra señoría!
BASSANIO.- Muchas gracias. ¿Deseas algo de mí?
GOBBO.- Aquí está mi hijo, señor, un pobre muchacho...
LAUNCELOT.- No un pobre muchacho, señor, sino el criado del rico
judío, que quería, señor, como mi padre os especificará...
GOBBO.- Tiene, como si dijéramos, una gran infección7 a servir...
LAUNCELOT.- Para deciros verdad, el resumen de mi asunto es que
sirvo al judío, y que tengo un deseo, como mi padre os
especificará...
GOBBO.- Su amo y él, salvando los respetos de vuesa merced, no
hacen buenas migas...
LAUNCELOT.- Para ser breve, la verdad verdadera es que el judío,
habiéndome maltratado, me fuerza como mi padre, que es un viejo, os
«fructificará»...
GOBBO.- Tengo aquí un plato de pichones que quisiera ofrecer a
vuestra señoría, y mi demanda es...
LAUNCELOT.- Para abreviar: la demanda es «ajena» a mí, como
vuestra señoría lo sabrá por este anciano, y, aunque anciano, como
yo le digo, sin embargo, es un pobre hombre y mi padre...
BASSANIO.- Que hable uno solo por ambos. ¿Qué queréis?
LAUNCELOT.- Serviros, señor.
GOBBO.- Ahí está la verdadera clave del asunto, señor.
BASSANIO.- Te conozco perfectamente; tu petición está concedida.
Shylock, tu amo, me ha hablado hoy y me ha propuesto hacerte
progresar, si progreso supone abandonar el servicio de un rico judío
para convertirse en sirviente de un tan pobre caballero.
LAUNCELOT.- El viejo proverbio se reparte muy bien entre mi amo
Shylock y vos, señor; vos tenéis la gracia de Dios, y él la
opulencia.
BASSANIO.- Has dicho bien. Ve con tu hijo, padre; despídete de tu
antiguo amo e inquiere las señas de mi casa. (A sus criados.) Que
se le dé una librea más bella que la de sus camaradas; cuidad que se
cumpla así.
LAUNCELOT.- Marchemos, padre. No sé solicitar una colocación, no;
jamás hallo lengua fácil en la cabeza. (Mirándose la mano.) Bien;
si hay un hombre en Italia que para prestar juramento pueda mostrar
una más bella palma en que apoyar un libro, tendré toda clase de
dichas. Ved, he aquí solamente esta línea de vida. Aquí hay una
provisioncita de mujeres. ¡Ay! Quince mujeres, pero ¡eso no es nada!
Once viudas y nueve doncellas constituyen una parte modesta para un
hombre. Y luego escapar por tres veces a la sumersión y estar en
trance de perder mi vida al borde de un lecho de pluma. ¡He aquí un
buen número de pequeños riesgos! Pues bien; si la fortuna es mujer,
forzoso es convenir que se muestra buena chica en este horóscopo.
Padre, marchemos; voy a despedirme del judío en un abrir y cerrar de
ojos.
(Salen LAUNCELOT y el viejo GOBBO.)
BASSANIO.- Te lo ruego, mi buen Leonardo, piensa en esto: una vez
compradas y debidamente distribuidas todas esas cosas, vuelve a toda
prisa, pues doy esta noche una fiesta a mis mejores amigos. Anda,
apresúrate.
LEONARDO.- Voy a ponerme a ello con todo mi ardor.
(Entra GRACIANO.)
GRACIANO.- ¿Dónde está vuestro amo?
LEONARDO.- Allá, señor, se pasea. (Sale.)

GRACIANO.- ¡Señor Bassanio!
BASSANIO.- ¡Graciano!
GRACIANO.- Tengo una petición que haceros.
BASSANIO.- Os está concedida.
GRACIANO.- No me la podéis negar. Quiero acompañaros a Belmont.
BASSANIO.- Pues bien; puedes hacerlo. Pero escúchame, Graciano:
eres demasiado petulante, demasiado brusco y de tono altanero. Esas
maneras te van muy bien, y a nuestros ojos no parecen, de ningún
modo, chocantes; pero allí donde no eres conocido parecen libres con
exceso. Te ruego que te tomes el trabajo de moderar por medio de
algunas frías gotas de reserva las vivacidades de tu carácter, por
miedo de que tu extravagancia habitual no haga juzgarme mal en el
sitio adonde voy y no destruya mis esperanzas.
GRACIANO.- Escuchadme bien, signior Bassanio: si no adopto una
grave actitud, si no hablo con respeto, y si me ocurre jurar con
frecuencia; si no llevo en mis bolsillos un libro de rezos y si no
miro con beatitud; más aún: si mientras que se dan las gracias no
tapo los ojos con mi sombrero, de este modo, suspirando y diciendo
amén; si, en una palabra, no observo todas las reglas de la
civilidad tan estrictamente como un joven que ha estudiado la forma
de darse un aspecto austero para agradar a su abuela, no tengáis
jamás confianza en mí.
BASSANIO.- Bien; veremos vuestra conducta.
GRACIANO.- La veremos; pero descarto la noche de hoy de nuestro
convenio; no me juzguéis por lo que haga en esta velada.
BASSANIO.- No, sería una lástima; rogaré más bien a vuestro ingenio
para que despliegue esta noche su más hermoso traje de alegría, pues
contaremos con amigos que se proponen divertirse. Pero, adiós, tengo
algunos quehaceres.
GRACIANO.- Y yo debo ir a encontrarme con Lorenzo y los otros; mas
nos volveremos a ver a la hora de cenar. (Salen.)

El Mercader de VeneciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora