Un verano en 50 palabras - cake

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Seguía sin poder creerlo, el chico que caminaba hacia nosotros era, sin exageración alguna, hermoso. Alto, hombros anchos, piel tostada al estilo surfista adolescente, cabello castaño, brazos y piernas tonificadas y esa mirada, acompañada con sonrisa, de galán de telenovela que casi sentí me hizo jadear.

Sinceramente, si él sería mi profesor, averiguaría en qué otra cosa era bueno.

—¿Cómo se llama, abuelo?—pregunté, mientras él se acercaba más a nosotros.

¡Dios!
—Calum.—contestó el abuelo. Calum, como dijo él, siguió acercándose, y acercándose, y acercándose hasta que pasó a nuestro lado sin deternerse.

—Pero...—balbuceé incrédulo, mi sueño adolescente de un novio surfista se escapaba de mi, difuminandose con la lejana línea donde la arena y el cielo parecían volverse uno.

—¿Pensaste que era ese chico?—entonces preguntó mi abuelo. Yo asentí, y él estalló en risotadas—. No, no, no. No era él en lo absoluto.

—¿Entonces quién?—pregunté impaciente.

—Él.—señaló, y pude jurar que quise salir corriendo. Y quizá lo habría logrado, de no ser porque todo en mi colapsó.

Esto era el colmo.

Debía ser un error.

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