Prólogo

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"El hombre refinó su instinto animal. Y nació la guerra."

Moral de una sociedad guerrera, Borek Suleim



El salón del trono se hallaba inmerso en un denso silencio, que solo era interrumpido momentáneamente por el casi imperceptible sonido de unos dedos tamborileando sobre metal con impaciencia.



Los cuatro hombres que se encontraban en la sala estaban en esos momentos sentados sobre altas sillas de fina madera de abedul, cuya decoración poco ostentosa palidecía frente al enorme trono que se encontraba en su frente, de unos cuatro metros de alto por dos de ancho, era una visión de poder y dinero, pues el trono, si bien no contaba con un diseño intrincado estaba hecho en su totalidad de oro puro, decorado con dos diamantes perfectos usados como reposabrazos. Los cuatro hombres contemplaban el trono con una mirada aburrida.



-Maldita sea, ya llevamos aquí casi dos horas, ¿acaso he venido aquí para nada?- el hombre de los dedos inquietos rompió el silencio con su profunda y pausada voz, propia de un diplomático, aunque sus casi dos metros de altura, su pelo rubio, que caía libremente sobre la espalda llegando hasta los hombros y sus ojos verdes y de mirada salvaje no coincidían con el porte de un embajador.



-Relájese, señor duque, le habrán surgido tareas importantes. Ya sabe que no suele retrasarse. - contesto el ministro Van der Eyck, en todo conciliador. El ministro era un hombre de mediana altura, con pelo ralo y de un marrón negruzco, tintado de gris en las sienes. Sus ojos, de un morado profundo eran su característica más notoria.



-Mi tiempo es valioso. Y mis tareas no son menos importantes que cualquiera que le haya podido surgir. Los gurdos han lanzado una contraofensiva en el frente este, debería estar allí, masacrando a esos rebeldes y no perdiendo mi tiempo aquí- respondió el duque con furia en su voz.



Tras una breve pausa, un fuerte chirrido sorprendió a los cuatro. Las gigantescas puertas, lacadas en oro y recubiertas de piedras preciosas, que llevaban al salón real se abrieron lentamente, tras lo cual el cortesano imperial entro rápidamente, colocándose a un lateral de la puerta entreabierta. En seguida, entro con celeridad el Sagrado Emperador. Era una figura imponente, más alto que casi cualquier hombre, incluso empequeñecía al enorme duque, y de espalda ancha. Llevaba una enorme armadura de acero rojo que pocos hombres hubieran podido portar sobre sus hombros. Su pelo, negro como ala de cuervo, le llegaba hasta la mitad de la espalda recogido en una coleta. Sus ojos, de un azul pálido y casi apagado escrutaban todo como un ave de rapiña, además, en ese momento tanto en ellos como en el rictus de sus labios se podía entrever una furia incontenible.



A su espalda entró lord Chamberlain, el consejero imperial. Allí donde su señor era glorioso él era más bien patético. Extremadamente bajo para un hombre y demasiado gordo para seguir el colérico paso del emperador. Sus ojos eran de un marrón anodino y su cara regordeta y ligeramente picada de viruela era más propia de un campesino bien alimentado que de un noble. Aunque tras esa mascarada de simpleza se hallaba la que sin duda era una de las mentes más privilegiadas del mundo. Ingeniera de todas las maniobras diplomáticas y políticas del imperio desde hacía treinta años. La reciente expansión del imperio debía mucho a ello, pues la conjunción de la intrincada mente política del consejero y el genio militar del joven emperador habían extendido en diez años lo que en otras épocas habría costado cincuenta.



-El Sagrado Emperador Drakt von Hellen - la potente voz del cortesano llenó la sala mientras los dos hombres caminaban hacia el trono - Señor de las Tierras Infinitas, Terror de Ejércitos, el Dragón de la batalla de Berelain - a una simple mirada del nombrado, la voz del cortesano se convirtió en un hilillo, omitiendo el resto de títulos - ejem, y lord Chamberlain, duque de Esgaroth y consejero imperial.



Ambos pasaron al lado de los cuatro hombres justo cuando el cortesano acabó la presentación, sentándose el emperador en el trono mientras Chamberlain quedaba de pie a su derecha.



-Perdonen este retraso, mis distinguidos señores, la reunión con la embajada gurda tomo más tiempo del previsto - frente a la mirada de odio del duque, el emperador simplemente sonrió - a usted también le pido disculpas, mariscal, sé que en estos momentos debería y preferiría estar en el frente. Así que procedamos.



Tras una pequeña señal de cabeza del emperador, Chamberlain se adelantó dos pasos y se aclaró la garganta.



-Nos hemos reunido aquí: Van der Eyck, ministro de finanzas, Swen Vigharov, ministro de justicia y Borsilov Achmed, ministro de relaciones exteriores, Sarius von Füllen, mariscal del imperio, yo, Chamberlain von Acht, consejero real y el glorioso Drekt von Hellen, emperador de las Tierras Infinitas para hacer constar la sentencia de Gregor von Ducht, conde de Wercheg, acusado de cohecho, asesinato y alta traición. Tras dos semanas de pesados juicios, hoy ha llegado el ansiado día de la deliberación. Si le place, señor, puede comenzar.



-Como bien has indicado, ha sido un proceso largo, pero por fin llegamos al final. Todos hemos estado de acuerdo en que las pruebas presentadas han sido convincentes, por ello consideramos a Gregor culpable de todos los cargos - la omisión de título y apellido dejo mudos a los ministros, pues era una antelación a la terrible sentencia - A partir de este mismo momento se le retiran todos su títulos, sus haciendas y sus heredades, su nombre y el de su linaje quedan malditos por siempre y se le condena a colgar del cuello hasta perecer. Que el inclemente paso del tiempo olvide sus fechorías.



El silencio que se adueñó de la sala fue aún más intenso que el previo a la llegada del emperador, a los ministros les costaba digerir tal sentencia, pues pocas veces la justicia era tan dura con un noble, ya que con esas palabras moriría como un simple plebeyo y en lugar de recibir un honorable corte de cabeza conseguía un sucio ahorcamiento.



-Dicto esta sentencia como Sagrado Emperador de las Tierras Infinitas y por ende como máxima autoridad civil en el universo pero también, como paladín absoluto de la Fe Verdadera no solo le condeno en vida, sino que también castigo su alma a los más horribles tormentos, por hereje y adorador de ídolos falsos. Que su alma no encuentre nunca la paz.


A pesar de la dureza del castigo y de no haberlo asimilado aún todos los rostros se mantenían impasibles, a excepción de uno. El duque y mariscal Sarius sonreía. Y era una sonrisa verdaderamente horrible, llena de placer y odio.


La bendición del diabloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora