Con el diablo en el bolsillo ( autor: José Luis Rojas)

36 0 0
                                    

Esta es una historia verdadera.

Hace algunos años, diez para ser exactos, me encontraba reunido con algunos de mis viejos compañeros de la escuela primaria y secundaria.

Los tarros de cerveza y los vasos con otras bebidas que iban desde el tequila hasta cocteles bastante exóticos, chocaban unos con otros en amistosos brindis por los tiempos pasados y por el placer de estar reunidos una vez más.

Como siempre en este tipo de reuniones, uno pasa por el incómodo momento en que, después de muchos años, vuelves a ver a todos y te das cuenta de lo intrincado e inexorable que puede ser el destino. Allí estaban Marco, el gigante musculoso de la clase, hoy actor de cine; Alberto, el galán, también actor; Roberto, hijo de papi, hoy exitoso diseñador gráfico; Ricardo, uno de mis amigos los nerds, ahora un prominente abogado; y así muchos más, hasta llegar a mí, antaño el matado de la clase, hoy todavía sin mucho qué contar.

La velada transcurrió entre actitudes de genuina sorpresa por los cambios sufridos por muchos, gusto por volver a ver a los amigos perdidos, celos por los éxitos de algunos, etcétera.

Allí ante mis ojos, había un mosaico de emociones tan rico como cualquier diseño de tapete persa.

Hacia el final de la noche, cuando ya muchos se habían retirado, un cercano grupo nos quedamos a recordar nuestras antiguas aventuras y a compartir algunas anecdotas de nuestras vidas.

Yo mencioné algo de cuando era pequeño y tuve sarampión, pero uno de mis amigos me dijo cínicamente que yo era un mentiroso, pues no era posible que alguien a sus veintiséis años recordara cosas que habían ocurrido  a sus escasos tres años de edad.

Pues bien,hoy tengo treinta y seis años, y so pena de que ustedes también me llamen embustero, aún me acuerdo de cosas que me pasarón cuando era muy pequeño, en especial de algo que debió haber sucedido a mis cortos seis años y que me ha acompañado desde entonces.

Era 1974, en pleno apogeo las blusas hippies, las minifaldas de bolitas, los pantalones de poliéster acampanados y por supuesto, las patillas y los chongos.

Mis padres, originarios ambos de Reynosa, Tamaulipas, se habían mudado con mi hermano Marte y conmigo a la ciudad de México hacía tres años, buscando un mejor futuro para su familia. Sin embargo, a pesar de lo luchadores y trabajadores que eran , de vez en cuando la nostalgia y la melancolía visitaban sus corazones, entonces decidían tomarse un descanso y vover a su terruño y a sus padres  ¡ Ah! lo olvidaba, en el caso de mi madre, por supuesto , no podía faltar una larga sesión de compras  en el Mall de McAllen, en Texas, para luego regresar a México cargada de prendas de ropa y cosas que con gran habilidad vendía entre sus ávidas vecinas y amigas. Mi abuela aveces decía en tono de burla que no sabía si la visitaba a ella y por casualidad iba de compras, o todo lo contrario.

Mi abuela Ofelia era muy hermosa, un verdadero ángel. Mujer madura, se había educado entre el rancho y el pueblo, de valores y convicciones muy simples pero muy firmes, igual que mi abuelo Noé, un ranchero recio y emprendedor cuyas prioridades siempre fueron su familia y sus amigos. Con ellos, un abrazo o un beso , se convertían en un round de cariño, pues siempre venían acompañados de una sesión de consquillas, pellizcos en los cachetes o nalgadas cariñosas.

Para mi abuelo, había tres razones de dicha más allá de cualquier riqueza que pudiera haber atesorado: mi tío Jorge, moreno de piel bronceada, el más joven de sus hijos y que me lleva apenas tres años; mi hermano Marte , un gordito cachetón y rubicundo; y yo, un chaparrito juguetón ( si me permiten la indulgencia) . Nos apodaba respectivamente "El hombre negro", "el hombre gordo" y "el hombre piernón" .

Así transcurría mi infancia, entre una ciudad y otra, y cuando estaba en Reynosa, entre el rancho y la casa de mis abuelos.

La casa era lo que en Español antiguo se denomina un "solar" , una casa o edificio principal, rodeado por una vecindad. Algo así  como la casa de la hacienda, rodeada de las habitaciones de la servidumbre, sólo que no tanto, pues ésta no tenía la extensión de una hacienda ni por mucho y no había habitaciones de servidumbre , solamente una serie de tejabanes y casitas que ellos rentaban a algunas familias de escasos recursos.

Con el diablo en el bolsillo ( y otros relatos) José Luis Rojas.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora