Sequía (autor: José Luis Rojas)

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Él era el dios más poderoso, y cada día salía a demostrarlo ataviado en su armadura de luz. Grandioso guerrero, batallaba incesantemente. Un momento estaba arriba, brillando en toda su magnífica gloria y luego venía el forcejeo con su hermana luna, y por otro momento, ella se colocaba en lo alto del firmamento. Pero él nunca cejaba.

Así transcurría su existencia, siempre peleando, siempre luchando por conservar su poder. Mas de día, mientras brillaba en las alturas, empezó a reflexionar en algo que nunca había cruzado por su mente.

Abajo, a sus pies, estaban sus subditos inferiores, unos seres de mínima estatura y efímera existencia. Observó con mayor detenimiento y pudo ver muchas cosas en las que antes no había reparado. Una pareja de enamorados compartiendo su amor, una madre amamantando cariñosamente a su bebé, un padre ciervo defendiendo valerosamente a su rebaño, los niños corriendo riéndose en medio de mil y un juegos. Volteó hacia los lados y no había nadie junto a él. Miró hacia arriba y tampoco había nadie.

Entonces comprendió lo que pasaba, estaba solo, todos aquellos seres tenían a alguien que los cuidara, que compartiera con ellos, se reían y jugaban unos con los otros, e incluso lo tenían a él para que los cobijara y los protegiera.

¿Pero qué irónico juego era ese? ¿Él era un dios, el más temible y poderoso de todos, condenado a la soledad? No, eso no era posible, él lo podía todo. Así que no había razón para no tener compañia como los mortales.

Tonatiuh extendió un rayo de su luz hacia la tierra, donde habitaban los pequeños seres que había estado contemplando. Su rayo barrió toda la faz del planeta, buscando a alguien que le hiciera compañia, un ser que deseara compartir con él su cariño y que no le temiera como todos los demas, alguien que lo amara.

A orillas del lago, una doncella de facciones muy hermosas, largos cabellos negros y piel como la canela, cantaba y jugaba con las flores a su alrededor.

El dios Sol la miró extasiado. La melodía de la dulce voz le llegó al corazón y experimentó una dicha jamás sentida. Al instante quedó prendado con la bella y pensó en conquistarla para llevarla a vivir con él en las alturas.

Al día siguiente, cuando la doncella se bañaba bajo la fría cascada, el Sol notó su piel erizada del frío. Del cielo bajaron sus destellos cariñosos y recorriendo la mojada piel de la moza, la hicieron sentir bien. Ella empezó otra vez a cantar y su canto hablaba de él.

Cada día un poco más, Tonatiuh se las ingeniaba para encontrar la manera de hacerse presente ante la doncella. Todas las mañanas le hacía algún regalo, unas veces  le dibujaba un arcoiris en las gotas de rocío, otras hacía crecer alguna flor, e incluso aprendió a hacer pasar su voz entre los árboles para que ella pensara que su admirador era un hombre de verdad.

Con el tiempo, se hicieron grandes amigos, y aunque ella no lo veía, aceptaba el romántico juego de no saber quién era su pretendiente.

Pero llegó un momento en que Tonatiuh ya no tuvo suficiente con contemplar a la hermosa mujer, su princesa, y quiso acercarse más a ella.

De su redonda forma proyectó un rayo y éste fue transformandose poco a poco en una especie de apéndice, y luego en una mano que buscaba una hermosa flor que le hiciera justicia a su amor, pero sus dedos incandecentes la consumieron al instante. Su semblante se contrarió. Luego, trató de regalarle un conejito, pero su mano lo calcinó también, su ceño pasó de la contrariedad a la tristeza. Temeroso de lo que sería el resultado final, pensó en hacer un intento más y acariciar la piel de la doncella, pero cuando su mano apenas la tocó, aparecieron unas quemaduras en sus tiernos hombros y ella gimió de dolor y las lágrimas asomaron por sus ojos. Su cara entonces se tornó en una expresión de frustración y de ahí paso al enojo y a la furia, una furia que sólo la Luna conocía bien.

Con el diablo en el bolsillo ( y otros relatos) José Luis Rojas.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora