Capítulo 3

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El Doctor Martín (o Lucas, o Morenazo, ya no sé cómo llamarle) sale delante de mí por el pasillo hacia los ascensores. Joder, desde que leí Cincuenta Sombras de Grey estoy obsesionada con la supuesta tensión, o atracción, que se crea en esos cubículos del infierno. Obviamente, no espero que a este hombre le atraiga yo lo más mínimo, a pesar del comentario que hizo Sofía durante el café, pero no puedo evitar sentir algún tipo de esperanza con que se abalance sobre mí cual escena de película americana.

Una vez nos encontramos frente a las puertas metálicas, Morenazo (creo que le llamaré así a partir de ahora) le da al botón de llamada y ambos esperamos en silencio a que llegue a nuestro piso.

-¿Qué tal te van las cosas en el hospital? –Joder, es la típica pregunta formal que se hace cuando no se sabe de qué hablar. Por lo menos no me ha preguntado por el tiempo, menos mal.

-Pues bien. La verdad es que estoy súper a gusto aquí –le digo con una sonrisa educada.

Por fin las puertas se abren y entramos apretujándonos contra el resto de gente que se encuentra dentro.

Estamos prácticamente con la cara apoyada contra el metal ya que el ascensor está abarrotado, así que es un poco incomodo.

Y vale, sí, se ha creado un poco de tensión, pero principalmente porque siento el calor que irradia su mano, que se encuentra escasos centímetros de la mía. De hecho, tengo la sensación de que cada vez está más cerca.

No sé a dónde mirar. Joder, ¿qué está pasando aquí? ¿Me está tocando la mano sin querer o lo hace apropósito?

Gracias a dios no tengo que darle muchas más vueltas porque, cuando siento que su piel ya roza la mía, las puertas se abren y salgo escopetada hacia la entrada del hospital. Él me sigue y, al girarme veo que sonríe satisfecho.

Qué cabrón. Lo ha hecho apropósito.

-¿Dónde quieres ir a comer? –le pregunto intentando hacerme la tonta.

Su sonrisa no desaparece, y tengo que admitir que el juego, a pesar de ponerme de los nervios, me resulta excitante.

-Tú eres la que trabaja aquí, ¿a dónde ibas a ir a comer?- responde tan tranquilo.

Joder, iba a comer a mi casa, la verdad. Pero estoy segura de haber dejado unas bragas en el baño y la cena de ayer sin recoger. Mejor vamos a comer por ahí.

-¿Te gusta la comida japonesa? –espero que diga que sí, porque hay un restaurante genial a la vuelta de la esquina.

-Me encanta la comida japonesa- responde él. Y no sé por qué, si es por el tono de su voz o por su cara, que me parece que no estamos hablando de comida japonesa.

Salimos del hospital y nos dirigimos calle abajo hacia el restaurante en cuestión. No es que sea un <<3 tenedores>>, o 3 palillos chinos para el caso, pero el sushi está de muerte y tienen cervezas de importación.

Y, como hacía mucho tiempo que no me pasaba, mi mente se queda totalmente en blanco. En realidad, no paro de darle vueltas al hecho de que él esté aquí, caminando hacia un restaurante japonés conmigo, y solo pensar en comer delante de él me hace sentir tal vergüenza que se me encoge un poco el estómago.

Madre mía, hará como 10 años que no tengo esa sensación en el cuerpo y todavía no he decidido si me gusta o no.

Que vayamos a comer juntos no es lo que me preocupa, sino que es el acto en sí de comer delante de un hombre tan atractivo como él, y que pueda pensar que no tengo modales o que como demasiado teniendo un culo tan gordo. A lo mejor debería volver a ponerme a dieta. Mierda, pero ¿qué estoy haciendo? Por el amor de dios. Soy una mujer adulta, independiente, atractiva a mi manera y estoy teniendo una conversación interna como si fuera una chiquilla de 15 años.

Codo con CodoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora