Capítulo 1

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-¡Joder! Otra vez voy a llegar tarde –los tacones de mis zapatos golpean las baldosas de mármol de la escalera de mi edificio haciendo ruido. Demasiado ruido para ser las 8.30 de la mañana.- Buenos días, Filomena –saludo a la vieja cotilla que vive en el segundo sin muchas ganas al pasar junto a su puerta.

-Buenos días, Elena. Otro día que vas con retraso – me dice la muy bruja con recochineo.

-Eso parece, sí. – <<Mala pécora>>. A veces pienso tan alto que tengo miedo de que me oiga. La muy asquerosa tuerce el gesto y vuelve a meterse en su casa, con el gato en brazos.

Es una solterona de unos setenta años que vive con tres gatos. Uno gris, uno negro y un siamés. Digamos que los gatos y yo (los animales en general y yo) no somos demasiado amigos. Y menos aún cuando estos, es decir, sus gatos tienen especial gusto por colarse en mi casa por la ventana de la cocina que, para mi desgracia, da hacia el patio. No os cuento qué susto me llevé un día cuando, al llegar de la compra, me encontré con dos ojos brillantes esperándome en el pasillo. Obviamente, casi me da un ataque al corazón. Y no sólo por el susto de encontrarme un maldito gato ajeno en mi casa, sino por la media hora que estuve limpiando de rodillas la docena de huevos que se me cayó al suelo. Así que la señora de marras me tiene un poco de tirria desde que una <yo> sudada y despeinada tras la limpieza apareció en su puerta con su maldito gato. Echando sapos por la boca, por supuesto, ya que el gatito no se había dedicado únicamente a asustarme. No. El tío se había estado meando en cada superficie mullida de mi casa. Véase en mi cama, en mi sofá, en todos mis cojines e incluso en la alfombra de la ducha. Joder. Y claro, viendo que quitar aquel olor a meado iba a llevar más que la media hora de rodillas en el suelo, se me subió la mala hostia. Así que el gato bajó al segundo metido en una bolsa de basura y parece ser que eso a ella no le hizo mucha gracia. Después de estar meses llamándome maltratadora de animales, ahora solamente me jode por las mañanas, recordándome lo tarde que voy. A veces incluso, como hoy, me retiene el ascensor en su piso para hacerme bajar escaleras y así recordarme también los kilitos que me sobran por no hacer ejercicio. Mire, señora, todavía tengo 40 años para evitar llegar a su edad tan mal como usted ¡Amargada!

Todas las mañanas me pasa lo mismo. Soy un desastre, lo reconozco. Admito que me gusta demasiado retrasar la alarma del despertador. << Snourze>>. Maldita opción. Si mi subconsciente no supiera que está ahí, no me dormiría. Estoy segura al 100 %. Pero resulta que llevo demasiados años perfeccionando la técnica de "retrasar la alarma", así que ya no hay manera de engañarme. Y mira que lo he intentado todo: poniendo alarmas cada cinco minutos, cambiando la melodía a la misma de mi tono de llamada en el móvil e, incluso, colocando el despertador en la estantería de libros de mi cuarto para hacerme levantar de la cama. Y de todas las formas me he dormido. Y no es que me considere yo un ser demasiado dormilón. No. Lo que ocurre es que me entretengo demasiado sin hacer nada durante las noches, alargando la hora del sueño hasta las 3 de la mañana. Y teniendo en cuenta que me despierto (o, al menos, eso dice mi primera alarma) a las 7:00... Pues claro, es normal que a una se le peguen las sábanas.

Sigo bajando los escalones a toda prisa, aun sabiendo que probablemente medio vecindario se cague en toda mi estirpe. Pero no puedo llegar tarde. Hoy menos que nunca. Cuando llego al portal me doy cuenta de que me he dejado las llaves del coche en la mesita del recibidor. ¡Dios mío! Mi día no puede empeorar más. Resoplo, expulsando todo el aire que mis pulmones atrofiados por la falta de práctica de bajar escaleras son capaces de almacenar, y me resigno a coger un taxi.

Joder, es que no puedo llegar tarde. Hoy no, por favor. Me acerco a la parada de taxis más cercana a mi casa, al final de la calle. Por suerte, hay uno esperándome con su lucecita verde tan mona, y me dan ganas de besar el capó por no haber tenido que esperar a que llegara uno. Abro la puerta rápidamente y saludo a la señora taxista. Cómo me gusta que ya no sean sólo señores bigotudos.

Codo con CodoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora