5 | Dime con quién te rodeas y te diré quién eres | Anya

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No iba a mentir diciendo que el jueves no miré a ambos lados del pasillo del instituto para cerciorarme de que Evan Rochester y su tropa no estuvieran esperándome en la esquina

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No iba a mentir diciendo que el jueves no miré a ambos lados del pasillo del instituto para cerciorarme de que Evan Rochester y su tropa no estuvieran esperándome en la esquina. Sabía que no había nada especial en mí pero, mierda, era la chica nueva, y supuse que así eran las cosas.

Mi padre y yo nos mudamos aquí luego del... accidente de mamá. Creo que ninguno de los dos podíamos seguir soportando estar en la casa donde ocurrió todo. Sin embargo, él nunca pidió mi opinión, y un día tomó las maletas y dijo «Nos vamos». Así, como si nada. No tuve otra opción más que seguirlo... o quedarme varada en la calle.

Así que la mudanza fue abrupta... pero no rápida, porque él decidió irnos de la ciudad, y eso llevó su tiempo.

Odiaba irme como un perro detrás de él. Odiaba tener que estar atada a él, a sus decisiones... ¿Pero qué otra maldita cosa podía hacer con diecisiete años?

Suspiré e intenté dejar el tema de lado. Los demás estudiantes pasaban a mi lado casi sin notar mi existencia. Bueno, sin notarla no, porque me veían demasiado creyendo que no me daba cuenta de sus miraditas. Sin embargo, nadie se me acercaba.

Lo bueno era que la mayoría de los corredores estaban repletos de mesas y puestos coloridos que llamaban aún más la atención. Sí, comenzaba la temporada de clubes. Aunque sabía que eran importantes para conseguir amigos, nunca me habían interesado demasiado. Algunos de los puestos estaban a reventar, como el de porristas, básquetbol, fútbol y atletismo. No tenían la misma suerte el club de teatro o el de música.

Sin embargo, lo que realmente deprimía era el único chico que atendía la mesa de ajedrez, más solo que una tumba. Ni siquiera compartía algunas palabras con el otro solitario de deletreo.

Y aunque socialmente la mejor opción era meterme en la fila más larga que viera, solo hubo un lugar que me llamó la atención: el puesto de fotografía.

Me detuve casualmente para ojear los horarios y actividades, pero al final seguí mi camino y abrí mi casillero para tomar mi libro de matemáticas. Había conseguido todos los libros de este año gracias a un ex alumno que los había puesto en donación, porque seguramente mi padre no iba a darme el dinero necesario para comprarlos todos.

Y, dato relevante, tampoco teníamos ese dinero.

—Hola.

Alcé la mirada hacia el fondo de mi casillero antes de darme la vuelta. Por un segundo llegué a pensar que no me hablaban a mí, pero tenía la voz casi rozándome el cuello.

Por suerte no era Rochester...

Pero sí era algo así como su versión femenina.

Cerré un poco la taquilla y vi a Miranda apoyada tras la pequeña puertita. Seguía usando ese cabello largo y dorado suelto, cayéndole por los hombros hasta casi llegar al ombligo. Yo una vez intenté llevarlo así, pero no pude con mi genio. Desde entonces lo llevé corto casi hasta los hombros.

La última luzDonde viven las historias. Descúbrelo ahora