La mansión en el bosque

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  La niebla se arremolinaba entre los árboles del Bosque Viejo como un misterioso velo blanco mientras los rayos del sol comenzaban a salir detrás de la Cordillera del Dragón. Habiendo dormido incómoda a los pies de un enorme roble, Fara empezaba a cuestionarse la idea de haber huido de la cálida y confortable mansión de Olibus.

Se encontró sola en medio de la arboleda donde, según contaban los campesinos de la región, sólo los bandidos y las criaturas de las sombras caminaban en esos tiempos de caos y confusión. Miró en todas direcciones en busca de Alegast y no vio más que la rojiza alfombra de hojas otoñales que empezaban a caer de las ramas de los árboles. Pensó en la posibilidad de que el ladrón la hubiese abandonado allí como comida para los seres oscuros, habiéndole jugado una cruel broma o determinándola no apta para ser su compañera. Y pensar en esto último, más que angustiarla le causaba frustración.

—Veo que por fin despertaste, lhiannan —escuchó la sonriente voz del elfo venir de detrás del roble y su corazón saltó de alegría cuando lo vio salir de los matorrales.

Se sorprendió al percatarse de que esta vez no tenía problemas para verlo. El aura misteriosa que lo rodeaba la noche anterior era apenas visible y salvo por las puntiagudas orejas y sus sobrenaturales ojos azules, Alegast podía pasar por un humano cualquiera. El elfo traía en sus manos un par de conejos gordos que casi de inmediato fueron puestos al fuego, que Alegast conjuró con mucha facilidad.

Fara se fijó también en que Alegast había traído consigo algunas pieles para dormir, aunque no dijo de donde las había sacado cuando le preguntó por ello.

—¿Y cuándo quieres empezar con el aprendizaje? —fue la respuesta que le dio, mientras mordisqueaba un trozo de carne.

—No sé... digo, ni siquiera sé adónde es que vas —suspiró ella mientras con mirada perpleja lo veía comer—. Siempre creí que los elfos solo comían frutas y verduras —añadió espontáneamente.

—Y algunos de los míos lo hacen, lhiannan, pero yo no me considero muy tradicionalista —río él luego de un incomodo silencio—. En cuanto a dónde voy, mi destino está más allá del Lago Amaril.

Fara palideció al escuchar ese nombre. El Lago Amaril era un lugar que la gente del valle evitaba. Los campesinos decían que el bosque al sur del lago, al que llamaban por el peculiar nombre del "Bosque de la Carne", estaba plagado por muertos vivientes y las horrendas criaturas que se alimentaban de ellos. Desde pequeña siempre le habían dicho que nunca viajase hacia el sur, así que el solo contemplar la idea le revolvía el estómago.

—¡Oh, no te preocupes! No iremos allí hasta que no aprendas a defenderte por ti misma —Alegast no pudo evitar soltar una carcajada al ver el rostro de la humana.

Luego del desayuno caminaron hacia el sureste, siguiendo el sendero que iba a Valeholm, pueblo de superchería, cultos paganos y peligrosas ideas de libertad. Por el camino se podían ver cadáveres abandonados que servían de alimento a los buitres, que sobrevolaban en círculos sobre ellos. Normalmente los hombres del pueblo los hubieran quemado, pero con los rumores de horrendas criaturas que deambulaban en los bosques, se había vuelto una costumbre el dejar cadáveres abandonados en los caminos para que dichos seres no tuviesen la necesidad de ir a los pueblos en busca de sustento.

Fara se cubrió la nariz con rapidez, tanto por asco como por miedo, pues lo más probable es que aquellos miserables hubieran muerto víctimas de la Plaga, que desde el inicio de la guerra se había cobrado más vidas que la misma contienda.

Además del miedo a la Plaga la maga tenía otra preocupación. De vez en cuando miraba hacia atrás, imaginando ver a los soldados al servicio de su antiguo tutor persiguiéndolos para recuperar el grimorio que ella había tenido el descaro de robar la noche anterior.

Ciclo del Sol Negro I: El Creador de MuñecasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora