Los Grifos Blancos

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El joven de cabello azabache escudriñó el sendero por última vez, tratando de encontrar un rastro que se perdía entre la niebla y el moribundo sol rojo que se ocultaba tras las montañas de la perenne Codillera del Dragón.

Caminar en su estado era agotador, pues su cuerpo estaba envuelto con correas de cuero y pesadas cadenas de hierro negro que limitaban su libertad de movimiento. Al llevar escasa armadura —apenas una hombrera sin peto, guantes y un pantalón de cuero— su cuerpo temblaba cada vez que su piel hacía contacto con las frías cadenas, cuya baja temperatura se debía a los conjuros que estaban grabados en sus ataduras.

Al encontrar lo que buscaba hizo señas a los dos sujetos que lo seguían para que se acercaran. Aquellos hombres portaban la insignia de un grifo con las alas extendidas en sus armaduras, lo que los identificaba como miembros de la Compañía de los Grifos Blancos, un gremio de mercenarios bastante conocido en la región.

Los mercenarios se movieron despacio, pues temían que la bestia rondara aún por esos lares. La habían perseguido desde Valeholm durante al menos una semana, y en su primer enfrentamiento contra el extraño animal, una especie de oso demoníaco que portaba una armadura de huesos, habían perdido a varios de sus camaradas.

—Dime qué has visto, híbrido —espetó uno de los mercenarios, de bigote puntiagudo y ojos vivaces.

El joven, que respondía al nombre de "Uruz" —no su nombre de nacimiento sino el apodo que le había dado su amo, el líder de la Compañía— le devolvió la mirada con furia contenida y el mercenario se sobresaltó, retrocediendo instintivamente.

Le disgustaba que lo llamasen así, "híbrido", un insulto creado por los humanos para humillar a los de su estirpe. Pues era cierto que su padre no fue humano. Sus ojos rojos eran prueba suficiente de ello.

Los híbridos eran temidos por su temperamento irascible y su predisposición para pelear por cualquier cosa. Por esa misma razón lo tenían encadenado cual fiera salvaje, pues las ataduras que aprisionaban su cuerpo habían sido encantadas con dolorosos hechizos que lo paralizarían si efectuaba acción alguna sin el permiso de su amo. No obstante, tales precauciones parecían no impedir que los mercenarios le temieran.

Uruz apretó los dientes, suspiró y trató de calmarse, mientras volvía su atención al sendero.

—Pasó por aquí —dijo parcamente—. Creo que se dirige al arroyo que se encuentra más al sur.

El mercenario bigotudo lanzó un juramento en voz baja y después silbó dos veces, hizo una pausa y silbó una tercera vez.

Se oyó el sonido de botas de metal moviéndose entre las hojas secas y al cabo de un rato el resto de la Compañía, compuesta por una docena de veteranos de la guerra civil, salió de entre la niebla.

—¿Qué pasa? ¿Por qué no avanzamos? —preguntó entre dientes Oleg, mirando de reojo al híbrido.

Oleg era un tipo robusto, musculoso, bajito y regordete, de piel trigueña y cabello castaño. De barba inusualmente descuidada y nariz aguileña, sus ojos negros como el carbón demostraban que había pasado por experiencias poco placenteras a lo largo de su vida. Su cabello estaba recogido en una greñuda cola de caballo y las entradas en su frente demostraban que estaba por cumplir medio siglo de edad.

Oleg era el encargado de la creación y mantenimiento de los diferentes artilugios mecánicos por los que eran famosos los Grifos Blancos, entre ellos los singulares "cañones de mano", un tipo arma de fuego portátil que no era muy común en las tierras del Imperio. Por esa razón se había ganado el apodo de "ingeniero".

Ciclo del Sol Negro I: El Creador de MuñecasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora