La torre olvidada

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Las misteriosas figuras se movían camufladas en la oscuridad, ocultas bajo túnicas pardas y caminando en fila por una sinuosa ruta en el borde de un acantilado para el que ella no tenía nombre. Se dirigían a la entrada de un templo antiguo decorado con horrendas estatuas de seres que no tenían rasgos humanos, y la joven se percató de que aquel era el centro de un culto a dioses blasfemos olvidados mucho tiempo atrás.

Siguió lentamente a los encapuchados, tratando de ocultar su presencia pero incapaz de hacerlo por culpa de su innata curiosidad. Las figuras no le prestaron atención, demasiado ocupadas entonando cánticos en un idioma maldito que hacía que sus oídos sangraran al escucharlo.

En medio del templo se encontraba quien ella identificó como el sumo sacerdote del culto. Vestía con túnicas de color negro y llevaba una corona compuesta por una simple lámina de oro sin joyas, y se podía ver a simple vista su piel estaba podrida, revelando pedazos de carne viva infectada y purulenta. Sus ojos resplandecían con un brillo negro y poderoso, pero al mismo tiempo carecían de vida.

El sumo sacerdote la vio entrar a hurtadillas en el templo y al instante supo que no era una de los suyos. Dejando ver sus inmundos dientes —pues ella tardó en darse cuenta de que no tenía labios—, le señaló la salida con un ademán agresivo.

—No eres bienvenida aquí —siseó, llamándola por un nombre que ella no pudo comprender.

La joven sintió la fuerza que venía de sus palabras y la expulsó del templo, haciéndola ascender vertiginosamente hacía las nubes de un paraje extraño bañado con la moribunda luz de un sol negro.


Fara despertó de golpe, respirando agitada y con un terrible dolor de oído. El goteo de la lluvia afuera era martirizante y la cabeza le dolía como cuando tomaba vino en las fiestas de invierno. Con angustia revisó sus oídos para ver si aún sangraban y se dio cuenta de que nunca lo habían hecho, de que lo que había vivido en ese momento era solo un sueño.

Sí, debía ser un sueño. Eso era lo que se decía para sí misma, aunque a ella le había parecido muy real.

Se encontró sola en una caverna, en medio de las pieles para dormir que Alegast había conseguido en su primer día de viaje. Aunque Alegast no estaba por ninguna parte, Fara se encontró con la agradable sorpresa de que él le había dejado un odre de agua junto a su bolsa de cuero, la cual descansaba a un lado de las pieles.

«Posiblemente salió a buscar comida», pensó, evitando los pensamientos de desconfianza que afloraron ante la ausencia del elfo.

Estaba adolorida y con el cuerpo lleno de vendajes, y sentarse le tomó más esfuerzo del que creía. Aún no se hacía a la idea de lo que había pasado la noche anterior.

Recordaba a la horda de no-muertos que salió de entre la niebla y al animal necrófago con el que Alegast luchó, más no podía recordar nada luego de haber sido atacada por esa abominación.

Le costó mover el brazo para tomar el odre y llevárselo a la boca, pero se sintió en el paraíso cuando la refrescante agua recorrió lentamente su garganta.

—Veo que al fin has despertado... —bostezó perezosamente el gato negro que se encontraba durmiendo sobre sus piernas y del que ella no se había percatado sino hasta que habló.

Fara abrió los ojos como platos y se atragantó cuando se dio cuenta que había sido el gato quien le hablaba. Aún no podía acostumbrarse a la idea de un animal parlanchín.

—Mis más sinceras disculpas. No es la primera vez que tal impresión causó desde que condenado fui a habitar tan humilde forma —dijo el gato mirándola con interés—. ¡Oh, pero que descortesía de mi parte, a una dama hablarle sin haberme presentado! Teofrastus Bombastus, Muy Magnificente Mago, a vuestro servicio —hizo una reverencia—. ¿Y cuál es vuestro nombre, joven dama, si tal atrevimiento se me permite?

Ciclo del Sol Negro I: El Creador de MuñecasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora