La ciudad apócrifa

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La niebla se disipó con el romper del alba, y luego de un largo camino la Compañía pudo al fin apreciar a la silenciosa Zarc en todo su esplendor. Aquella era la ciudad donde reyes y magos gobernaron al mundo en el pasado, la gran metrópoli que por mucho tiempo representó el pináculo cultural y religioso de una nación vieja y decadente. Ahora solo servía como un testamento perenne de la olvidada era pre-Imperial. Decían las leyendas que, confiados de que sus muros y fortalezas eran impenetrables, nadie pudo dar crédito a sus ojos cuando vieron a la ciudad caer en un solo día. El poder del dios-sol, Zoliat, había sido el responsable de derrumbar aquellas murallas ciclópeas, que habían permanecido impávidas desde su creación, eones atrás, protegiendo a Zarc del embate de las tinieblas hasta esa funesta batalla.

Las cinco atalayas que otrora ser erguían dignas, vigilando el único paso para entrar en la ciudad a través del lago, yacían en el suelo hechas trizas. El sacrificio de los Centinelas, la más poderosa de las órdenes de caballería de la época, también las había derrumbado, colosales construcciones cuyas ruinas ocupaban kilómetros a la redonda. El camino terminaba en las gloriosas murallas que daban su nombre al paso, el Paso de los Centinelas. Aunque la gran mayoría de la Muralla de los Centinelas aún estaba en pie, un gran agujero dividía el muro adamantino en dos, y se asumía que tal destrucción había sido causada cuando una de las montañas se vino abajo en el último sacrificio de los defensores, y ese paraje evocaba una tristeza sobrecogedora, una compulsión que producía en el alma una urgente necesidad de llorar. Los pocos locos que aún se atrevían a visitar la ciudad lo habían llamado el Muro de las Lágrimas por esta razón.

Alegast se detuvo un momento y contempló con nostalgia las viejas atalayas. Allí habían caído los Centinelas y nadie entonó canciones en su nombre, ni les hicieron monumento alguno en su honor. Aunque esos pobres diablos dieron su vida para salvar a los pocos que lograron salir de la ciudad aquel fatídico día, estaban destinados a desaparecer en las tinieblas, a permanecer para siempre en el olvido. Solo uno recordaba su sacrificio, aquél que los vio caer. El elfo suspiró y se apresuró para alcanzar a Fara y a los demás.

—Y bueno, ¿dónde está ese tal Creador de Muñecas? —preguntó Randall para romper la tensión. El ambiente que rodeaba a la ciudad lo ponía nervioso.

—En una de las casas más altas de la ciudad —habló uno de los gules que los acompañaba, regurgitando las palabras al hacerlo—. No sabemos exactamente donde está, pero podremos sentir a los nuestros una vez se abran las puertas.

El grupo continuó caminando en la dirección que les indicaban los gules, y a medida que se acercaban al Muro de las Lágrimas podían sentir como se iba haciendo cada vez más difícil moverse. Sus pasos se volvieron lentos y pesados, como si el tiempo se estuviera congelando a su alrededor, hasta el punto en que por más que caminasen simplemente no se movían en absoluto. Fara buscó con la mirada aquellas puertas de las que hablaban los gules, viendo entonces el inmenso umbral de la muralla, puertas hechas de hierro negro del tamaño de los gigantes.

—¿Y cómo se supone que voy a abrir eso? —se amedrentó la maga al imaginarse tratando de abrir aquellas puertas con solo su fuerza física.

—No hablan de puertas físicas, lhiannan —carcajeó Alegast—. Nosotros entraremos por ese enorme agujero.

Alegast señaló la abertura entre las murallas.

—¿Y qué es lo que se supone que la señorita Fara debe abrir entonces? —preguntó Uruz confundido.

—Es obvio que se trata de una "puerta mágica" —ronroneó ufano Teofrastus, quién todo el viaje se lo había pasado en el hombro de Fara, para disgusto de la chica.

Ciclo del Sol Negro I: El Creador de MuñecasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora