XVII

560 8 0
                                    

XVII

Ramiro volvió a sentir el fruncimiento debajo suyo. El corazón pareció detenérsele. Pero como ya estaba tenso, pensó que no aparentaría estarlo más por el golpe bajo del militar. Si le hubiesen medido la adrenalina en ese momento, se dijo, casi habría suplantado a la sangre. Paralizado, trató de no respirar, mientras Gamboa indicaba que trajeran al testigo.

El hombre entró a la oficina, seguido de Almirón. Era más bajo que lo que Ramiro había pensado, pero igualmente fuerte y musculoso. Sus brazos eran impresionantes y el tatuaje un corazón con iniciales. Vestía una camisa de brin, de mangas cortas, un jean gastadísimo y alpargatas. Llevaba en la mano un sombrero tirolés, de tela impermeable y con una plumita al costado, absolutamente ridículo para esa noche tan caliente de verano. Tenía miedo, se notaba que tenía miedo de estar en la jefatura de Policía.

-Buenas -dijo, con voz melindrosa.

Gamboa, desde el escritorio en que seguía sentado, y sin dejar de mover una pierna, le espetó:

-¿Conoce a este hombre? -señalando a Ramiro.

El tipo manoseó el sombrerito que tenía contra su estómago. Encogió un poco los hombros y miró a Ramiro, estudiándolo. Éste también lo miró, diciéndose perdido por perdido, estoy jugado. Alzó el mentón, con cierta altanería, y confió en que su aspecto de universitario, con ropa limpia y bien peinado, podía amilanar al camionero.

-No estoy seguro.

-Párese -ordenó Gamboa a Ramiro, con voz seca. Ramiro se puso de pie.

-Dé una vuelta al escritorio.

Ramiro lo hizo. Gamboa volvió a dirigirse al camionero.

-¿Y, lo reconoce?

-Es parecido, señor, pero... la verdad, no estoy seguro. Estaba muy oscuro y yo venía distraído.

-Carajo, estuvo sentado un rato al lado suyo, ¿no? Con que sea parecido no ganamos nada. Es o no es.

El camionero parecía tan aterrorizado como Ramiro. No dejaba de jugar, histéricamente, con su sombrerito tirolés. Sacó la lengua, se la pasó por los labios.

-Quizá si el señor hablara...

-Diga algo -ordenó Gamboa a Ramiro.

-No sé qué es lo que quiere que diga, teniente coronel -Ramiro eligió las palabras y las pronunció con exactitud, casi académicamente-. Nunca en mi vida he visto a este hombre, y no sé qué es lo que usted se propone.

Cuando terminó, se sintió orgulloso de su discursito.

52

-¿Y? -urgió Gamboa al camionero.

-No, señor, la persona que llevé era paraguayo. El señor se le parece, pero no habla como el que llevé.

-Cualquiera imita a los paraguayos -intervino Almirón, desde atrás del camionero, que se dio vuelta, asustado como si hubiese escuchado la voz de Dios.

-Olvídese de cómo habla -dijo Gamboa, mirando al sujeto a los ojos, muy fríamente-. ¿Diría que es la persona que llevó, o no?

-Pues... Me parece que era de otra condición. Este señor...

-Pudo estar sucio y cansado -dijo Almirón-. Usted simplemente tiene que decir si lo reconoce o no. Y no tenga miedo, mi amigo, la verdad no ofende.

El hombre agradeció con los ojos.

-¿Sí? -Gamboa hizo un círculo con el pulgar y el índice, y lo agitó de arriba abajo-. ¿O no?

-Estéee... Creo que sí, señor.

-Gracias -Gamboa sonrió, satisfecho-. Que se retire, Almirón.

Los dos salieron y Gamboa encendió un cigarrillo. Se puso de pie y caminó alrededor de Ramiro. Se detuvo a sus espaldas.

-Está perdido, Bernárdez.

Luna CalienteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora