XXI
A las ocho y media de la noche, Araceli lo llamó por teléfono y le dijo que estaba en casa de unaamiga, en Resistencia, y que quería que él la llevara a Fontana. Ramiro no pudo decirse, después, cuando lo pensó de nuevo, que la voz de ella hubiera sido perentoria, pero sí que su tono tenía una cierta firmeza indiscutible. No, no era urgencia; era firmeza. Él no tenía ganas de verla esa noche. Pero la voz de Araceli contenía una incitación irrebatible.
En la casa estaba el novio de Cristina, un muchacho mofletudo y de anteojos de metal, muy miope, que no fue capaz de negarse cuando Ramiro le pidió el coche. Tampoco quiso hacer eso: pedir otro coche prestado. Pero no pudo evitarlo. Araceli le pedía que fuera a buscarla y él iba, así de sencillo, se dijo, cuando arrancó el pequeño Fiat 600, soy un pelotudo.
Esa casa quedaba a menos de quince cuadras, sobre la avenida Sarmiento. Ramiro tocó dos breves bocinazos, que sonaron aflautados, y Araceli salió. Estaba realmente hermosa: llevaba una pollera de tela de jean y una camisa escocesa con el botón abierto en medio de sus pechos. Calzaba unas sandalias de cuero, de taco bajo, y el largo pelo negro, suelto, le caía sobre los hombros y la hacía parecer una niña juguetona, impaciente. Cuando Ramiro la vio caminar hacia el coche, con esa coquetería natural, no preparada, no pudo evitar morderse los labios. Verdaderamente, Araceli estaba espléndida, joven, fresca como una frutilla de Coronda.
En cuanto cerró la puerta, él arrancó. Sin que le preguntara nada, y después de darle un beso en la boca, muy húmedo, ella contó que había pasado todo el día con esa amiga porque el ambiente en su casa era insoportable, mamá lloró y lloró y va a seguir llorando, y mis hermanos están deshechos, y además no veía la hora de verte, hablé varias veces a tu casa y tu mamá me dijo que dormías; me atendió mal tu mamá, ya no le gusto, y se rió, con una carcajada sonora.
Ramiro se preguntó de qué estaba hecha esa muchacha. Evidentemente, no había llorado ni un segundo.
-Araceli, creo que tenemos que hablar, ¿no?
Ella lo miró, frontalmente, sentándose sobre sus propias piernas. Él conducía, pero se dio cuenta de que ella lo escrutaba. Le pareció que de pronto se había puesto muy seria.
-¿De qué?
-Bueno..., de todo lo que pasó. Pasaron muchas cosas.
-Yo no tengo nada que hablar de eso. No quiero hablar.
-¿Por qué no?
-No quiero porque no quiero.
Y encendió la radio del coche, sintonizada en una emisora brasileña que pasaba una canción de María Creuza. Ramiro frunció el ceño pero no dijo nada. Manejó en silencio, y atravesó el centro
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de la ciudad. Ella se movía, en el asiento, al compás de los temas que pasaban por la radio.
-¿Adónde te llevo?
-A donde quieras. Salgamos de la ciudad. -¿A Fontana?
-A donde quieras -y siguió moviéndose, ahora con un tema de Jobim.
Ramiro enfiló hacia el triángulo carretero. Vio pasar las parrillas de las que venían esos exquisitos olores a asados y achuras, los mal iluminados restaurantes para camioneros, y al rato estuvieron en la ruta. La noche estaba clara, iluminada por la luna llena. A velocidad regular, Ramiro tomó el camino a Makallé; de ahí pasaría por Puerto Tirol y llegaría a Fontana en una media hora.
Después que tomaron el desvío, abandonando la ruta 16, Araceli le pidió que se detuviera. Ramiro sintió que los músculos de su cuello se contraían.
-No, hoy no, nena, ¿eh? Pará un cacho.
No frenó el coche; siguió a la misma velocidad.
-Quiero -dijo ella, con voz de niñita perdida en un aeropuerto-. Lo quiero ahora.
Su respiración era entrecortada, ronca. Ramiro se dijo que no podía ser, que era insaciable; debía tener fiebre uterina y se la desperté yo, no puede ser, me va a exprimir, no quiero, y empezó a balbucear y a temblar, de su propia excitación, cuando sintió la mano de ella sobre su pantalón.
-Hoy no, te lo juro, estoy cansado -retirando la mano de ella y procurando no perder el control del auto-. Llevo dos noches sin dormir.
-Dormiste todo el día -dijo ella, como si se le hubiera roto su muñeca predilecta.
-Igual estoy cansado, Araceli, por favor, entendelo.
Y se quedaron en silencio y él siguió manejando, pero la espió por el rabillo del ojo y le pareció que ella hacía un puchero, como si estuviera por llorar. Los ojos le brillaban.
-No te enojes y entendeme, estoy muy cansado -dijo él.
Pero en realidad lo que tenía era miedo. Esa chiquilla era absolutamente imprevisible. Lo aterraba el darse cuenta en manos de quién estaba. ¿Cuánto duraría esa coartada, que ella misma le había dado esa mañana, para sacarlo de la policía? ¿Cuánto tiempo podría aguantar él esa situación, junto a esa muchacha que lo excitaba hasta hacerle perder toda conciencia? ¿Y de qué forma podría controlarla a ella?
Araceli gimió, o se tragó unos mocos; él no supo precisarlo. Respiró agitada, caliente, y volvió a poner una mano sobre su sexo, que respondió erigiéndose como un mástil, como independizado de su voluntad. Ramiro sintió pánico. Estaba tan caliente como la luna, que otra vez brillaba sobre el camino. Quiso quitar nuevamente la mano, pero ella se echó sobre él y empezó a besarle el cuello y a gemir en su oído, llenándolo de saliva, una nueva Catón discurseando "Carthaginum esse delendam", pero Cartago era él, y no podía contenerla y sí, carajo, efectivamente iba a ser destruido. Y entonces tuvo que parar, a un costado del camino, porque el 600 zigzagueaba y él ni siquiera dominaba el volante.
Frenó en la banquina, cerca de la alambrada, y trató de separarse de Araceli, que estaba colgada de su cuello. Ella estiró una mano y apagó las luces del coche y movió la llave para cerrar el contacto. Y empezó a roncar, como una gatita en celo:
-Hacémelo, mi amor, hacémelo -y frenéticamente le descorrió el cierre del pantalón y se
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prendió de su sexo con una mano, mientras con la otra, tropezando, desesperada, se alzaba la pollera de jean. Y Ramiro volvió a ver, a la tenue luz de la luna que ingresaba al coche, los vellos brillosos sobre las piernas de color mate, y el minúsculo calzoncito blanco sobre el que se empenachaban los pelos de su pubis, y supo que no podía resistirse, que había llegado a la condición de marioneta. Profirió unas palabrotas cuando ella, en su excitación, le mordió el sexo y entonces la agarró de la cabellera y la alzó, poniéndola a la altura de su cara y empezó a besarla, sintiéndose furioso y desbordado, reconociendo otra vez a la bestia en que se había convertido y se recostó un poco en el asiento y montó a la muchacha, enhorqueteada sobre él, arrancándole de un tirón el calzoncito. La penetró con violencia, y ella en ese momento lanzó un grito y se largó a llorar, embrutecida de placer, de hambre. Y se zarandearon con torpeza, abrazándose, golpeándose en los hombros para incitar más al otro, y todo el cochecito se meneaba. Y así siguieron hasta que alcanzaron un orgasmo frenético, animal.
Y el 600 dejó de menearse.
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Luna Caliente
RandomRamiro Bernárdez, un joven argentino de familia acomodada, regresa al bochorno del Chaco después de haber estudiado en Francia. Un médico amigo de su padre le invita a cenar a su casa. Allí queda prendado de la irresistible, misteriosa e insinuante...