XIX

500 6 0
                                    

XIX

En la guardia le devolvieron todas sus cosas, que recibió como un autómata. Cuando salió por la puerta que le indicó Almirón, se miraron unos segundos; el policía pareció decirle, con los mismos ojos fríos, que no se le ocurriera pensar que todo había terminado. Ramiro quiso decirle que no daba más, que estaba exhausto.

En la recepción del edificio, sentadas en una larga banca de madera y recostadas contra la pared, estaban su madre y Carmen, las dos en silencio, llorosas, vestidas de negro. Junto a ellas, con las piernas cruzadas y fumando despreocupadamente, aunque con el aire circunspecto que le daba un traje Príncipe de Gales de poplín, estaba Jaime Bartolucci, un abogado amigo que había sido su compañero en la secundaria. De pie junto a una ventana que miraba a la calle, con sus vaqueros ajustados y una breve remera verde, de mangas cortas, que se apretaba a sus formas todavía incipientes, Araceli controlaba la puerta de la guardia con los brazos caídos, las manos cru-zadas sobre el pubis y su mirada lánguida.

Cuando lo vio salir, pareció despertar. Corrió hacia él y se le colgó del cuello, besándolo y diciéndole "mi amor, mi amor"; en voz muy alta, que pareció encontrar un sonoro eco en el salón. Ramiro se quedó rígido, avergonzado. Carmen se largó a llorar histéricamente, sonándose con un pañuelito, y Jaime se puso de pie como impulsado, por un resorte. María fue hacia él, moviendo la cabeza:

-Qué hiciste, Ramiro... -se lamentó.

Mientras, Araceli se soltó, lo tomó del brazo y le explicó, en la misma voz alta, segura:

-Les dije toda la verdad, mi amor, que estuviste toda la noche conmigo y que estamos enamorados.

Ramiro tragó saliva y suspiró profundamente. Cuando salieron, supo que Almirón lo miraba desde algún lado, y le pareció recordar -o escuchar- vagamente un chamamé.

Luna CalienteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora