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Pasó un camión con acoplado, cargado de rollizos de quebracho, haciendo ruido, y el piso pareció temblar. Ramiro sintió que despertaba en ese momento. Tenía a Araceli montada sobre él; sus labios seguían pegados a su cuello pero ya no succionaban. Su pelo olía a un champú de limón; era un pelo espeso. Sus cuerpos estaban transpirados y, por sobre la espalda de ella, él alcanzó a ver su trasero y un pedazo de calzón. Se lo había destrozado. Se quedó así, mirándola, y luego contempló la noche más allá del parabrisas, mientras se regularizaba su respiración. Se sentía amargado; peor que esa tarde.

Quería fumar. Intentó separar a la chica para buscar sus cigarrillos, amarrados en el cenicero del coche. Pero cuando lo hizo, ella se aferró a él nerviosamente, dijo "no, no" y empezó a lamerle nuevamente el cuello, y a mover la cadera muy despacio, muy sensual. Él todavía estaba dentro de ella. Su sexo estaba más laxo, pero no del todo adormecido. Frunció el ceño y se preguntó qué más podía querer ella. Él ya no quería seguir. O sí, pero acaso no podía. O quería y podía pero a la vez no quería. Era el miedo. Tantas veces los juegos de palabras ocultan el miedo.

Entonces, para detenerla, le dijo lo que tanto ansiaba y temía decir:

-Araceli -en voz muy baja, hablándole al oído-, vos creés que yo maté a tu papá, ¿no?

-No quiero hablar -murmuró ella, despacito, con su voz aniñada-. Quiero seguir haciéndolo, estoy muy caliente... Dame más...

Y se movía rítmicamente, llevando sus caderas a los costados, y apretando su vagina, completamente mojada, palpitante sobre el sexo de Ramiro. Por momentos ella sufría como ataques de temblores, accesos espasmódicos. Como escalofríos. Ramiro observó que su sexo volvía a responder. Estaba exhausto, y no entendía qué más podía desear. Se sentía vacío, pero su sexo se erguía otra vez, respondiendo a esa muchacha ardorosa, hirviente.

-Tenemos que hablar -dijo, quejoso.

-¡Mierda! -ella dio un salto, alzando el torso pero sin separar las ingles. Y comenzó a golpearlo con sus puños cerrados en el pecho, mientras corcoveaba sobre él-. ¡Dame más, dame más!

Ramiro la tomó de las muñecas y la apartó. La empujó con toda su fuerza hacia el otro asiento y la estrelló contra la puerta. Pero ella se agarró del respaldo con una mano, y con la otra del espejo retrovisor, y volvió a erguirse. Él apenas la vio, por un segundo, con los ojos desorbitados, y le pareció ver un hilillo de sangre que le caía de la boca. En silencio, pero jadeantes, forcejearon hasta que ella, que tenía más fuerza que la que él había calculado, se le tiró encima, le arrancó la camisa y se prendió de una tetilla, que mordió con fuerza. Él sintió una aguda punzada y se encolerizó. Brutalmente, le encajó un puñetazo en la nuca, que hizo que ella se soltara. Y entonces fue que la agarró del cuello y empezó a apretar.

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Y apretó con toda su alma, mientras se decía que otra vez estaba loco, loco porque estaba atrapado, porque se había arruinado la vida, porque de todos modos era un asesino. Y apretó más porque la odiaba, porque no podía dejar de poseerla cada vez que ella quería, y así, lo sabía, sería toda la vida, y porque tenía miedo, pánico, y ya nada le importaba en ese momento. Y mientras pensaba y apretaba se largó a llorar.

Y vio la luna, o sus reflejos, que volvían a entrar para estacionarse, eternizados, en la piel de Araceli, que abrió los ojos desesperada y cerró sus manos sobre las muñecas de él, arañándolo, clavándole las uñas y haciéndole saltar la sangre, pero sin impedir que él siguiera cada vez con más precisión. Y él apretó y apretó y vio el rostro morado de ella, que comenzó a tener convulsiones y a emitir ruidos guturales de pecho que poco a poco se fueron haciendo más oscuros, más profundos, hasta que en un momento acabaron. Cuando acabó su resistencia.

Pero Ramiro, que lloraba también convulsivamente, acezante y aterrado por su propia violencia, no dejó de apretar. Nunca sabría cuánto tiempo estuvo así, pero no dejó de oprimir ni por un instante, mucho después de que Araceli se relajó totalmente, con el cuello quebrado y caído hacia un costado, como un clavel que cuelga de un tallo partido. Mucho después de que, sudoroso, agobiado por el calor, y todavía con su llanto carcajeante, casi silencioso, observó la rotación de la luna. Por sobre el cuerpo doblegado de Araceli, y de su cara amoratada que él tenía entre sus manos, la vio entera. Por fin la luna llena, la luna caliente de diciembre, la luna hirviente, ígnea, del Chaco.

Y volvió a horrorizarse cuando se dio cuenta de que estaba excitado; de que su sexo se había endurecido, como su corazón. Como un pedazo de granito.

Y eyaculó así, mirando esa luna candente.

Luna CalienteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora