XXIII

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Se bajó del coche, luego de poner en posición neutra la luz interior. Abrió la puerta derecha y sacó el cuerpo de Araceli. Lo arrastró hacia la banquina, alejándolo de la carretera, llevándolo de las muñecas. La abandonó junto a un poste de la alambrada de un campo sembrado de algodón.

Volvió al 600, lo puso en marcha y giró para regresarse a Resistencia. Aceleró hasta los cien kilómetros por hora. Cuando llegó a la ciudad eran las once y media de la noche.

Desde un teléfono público, llamó a su casa y le pidió a Cristina que fueran a buscarlo a La Liguria, frente al regimiento, donde dijo que se le había descompuesto el Fiat. Eso quedaba del otro lado de Resistencia, rumbo a Corrientes. Encendió un cigarrillo, esperó unos minutos, prohibiéndose pensar, y arrancó y fue a su casa.

Las luces estaban apagadas. Su madre, desde el dormitorio, preguntó si era él. Dijo que sí, que no se preocupara; que el coche se había arreglado solo. Entonces se lavó la sangre, se cambió la camisa y el pantalón, buscó sus documentos, dobló un saco de hilo que llevó en la mano y recogió todo el dinero que encontró y los 500 dólares que no había cambiado.

Regresó al coche y, al ponerlo en marcha, se preguntó si era cierto todo eso. Tardó unos segundos en arrancar, y cuando lo hizo profirió una serie de maldiciones.

A la salida de la ciudad, llenó el tanque de nafta, hizo revisar el aire de las gomas y salió a toda velocidad rumbo a Formosa. Ahora sí, antes del amanecer estaría en el Paraguay.

Luna CalienteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora