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Se pasó todo el día en la cama. El ruido del ventilador de pie lo ayudó con una ligera sensación de bienestar. Pero la somnolencia lo fue ganando. Durmió, tuvo pesadillas, se despertó, muchas veces. No quiso levantarse al mediodía para comer. Volvió a despertarse a las tres y media de la tarde, y a las cinco, y cada vez decidió seguir durmiendo.

Era el atardecer cuando encendió un cigarrillo y se quedó mirando cómo la luz del día se apagaba del otro lado de las persianas metálicas.

Se sentía deprimido. Momentáneamente se había salvado, sí, pero recordaba la advertencia de Almirón: "Usted sigue en una situación de mierda" Y tenía razón. Todo estaba en contra: en primer lugar, atrapado por Araceli, a la que no amaba ni mucho menos. En segundo lugar, no había evitado el escándalo, porque ya en los diarios de esa mañana -que había leído antes de dormirse- se lo vinculaba, elípticamente, al posible asesinato de Tennembaum. El Territorio y Norte, los dos diarios locales, daban mucho despliegue al caso. Nunca había crímenes resonantes en el Chaco, y éste era un asunto precioso para ellos. Era previsible que al día siguiente, aunque después se lo desvinculara, su nombre volvería a aparecer. ¿Y cómo explicarían, después, que estaba fuera del caso? ¿Y qué dirían Gamboa y Almirón, que ayer habían asegurado que estaban sobre pistas seguras y que de un momento a otro atraparían al asesino? ¿Qué asesino mostrarían a la prensa? Porque ellos habían descartado, también ante los periodistas, que se tratara de un accidente, mucho menos de un suicidio. No había una imputación desmesurada contra él, pero, de hecho, su nombre aparecía involucrado. Cierta cuota de escándalo era ya imparable. Resistencia no escatimaría lengua para un caso así.

En tercer lugar, aunque se desligara bien del asunto, para las autoridades universitarias eso podía ser definitivo. Peligraba, no podía ocultárselo, su nombramiento. Máxime porque no se había mostrado cooperativo, sino todo lo contrario, con Gamboa Boschetti. Y éste había sido claro: "Usted no está siendo admitido en la universidad sólo por sus estudios, ni por sus títulos". ¿Qué diría, hoy, a los periodistas, el jefe de Policía? ¿Que se habían equivocado? Eso era ilusorio. No darían a la prensa la versión de Araceli, naturalmente, porque se trataba de una menor y porque la policía quedaría en ridículo. Pero ese temible teniente coronel era capaz de cualquier nuevo golpe bajo.

Y no podía huir. ¿Volver a París? Imposible: no tenía dinero. Y aunque lo tuviera, Gamboa y Almirón lo harían seguir en Buenos Aires, por la Federal, y le obstruirían la revalidación del pasaporte. Francia no era un país limítrofe, precisamente. Pero sobre todo, estaba claro que mientras no tuvieran un asesino -y no lo podían tener- él iba a seguir en la mira. Lo había dicho ese hombre: lo tenían todo controlado.

¿Y Araceli? ¿Por qué había hecho todo eso? Estaba loca esa chica. Una especie de Mefistófeles,

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de veras, y no era para reírse. ¿Por qué lo había salvado, con esa coartada indestructible, si evidentemente ella sabía que él había matado a su padre? ¿Era un monstruo, esa muchacha?

Loca o monstruo, se dijo, era de temer, porque lo tenía atrapado. Porque evidentemente ella lo sabía todo; y ahora lo salvaba, sí, pero él jamás podría confiar en ella. De hecho, estaba entrampado. ¿Y si estuviera haciendo todo eso, justamente para vengar la muerte de su padre y la violación de que había sido objeto? Podría ser... ¿Y como se vengaría? ¿Qué le haría a él? ¿Matarlo? Bueno, él sabía, ahora, que Araceli era capaz de cualquier cosa, y todas imprevisibles. El doctor Fausto estaba perdido.

Además, debía odiarlo. Sí, por más que fuese lasciva, caliente, insaciable, debía odiarlo. Aunque no, porque si así fuera, ¿le haría el amor de ese modo tan brutal, salvaje, desesperante con que siempre quería que él la poseyera? ¿Y si se había enamorado? Estaba loca. No la entendía. Eso era lo único cierto respecto de ella. Increíble: una adolescente, apenas una niña hiperdesarrollada, corrompida prematuramente, lo tenía en sus manos. Y él, sin escapatoria. Todavía no terminaba de olvidar a Dorinne. Habían sido felices; él lo había sido, hasta que... Bueno, pero ése era otro tema. Ahora estaba atrapado.

Pero, ¿querría casarlo ella? ¿Querría cazarlo? Dios, era una idea abominable, absurda. Él estaba en la plenitud de su vida, y aunque todavía se sentía enamorado de Dorinne, aquella encantadora francesita de Vincennes, no le disgustaba su actual soltería, y menos ante la pers-pectiva de relevancia social, en su tierra, donde era reconocido y hasta admirado. No, claro que no quería casarse, y menos con esa muchachita aterradora. Sí, lo calentaba desmesuradamente; lo excitaba hasta perder todo control, y era maravilloso hacerle el amor. En su vida había conocido a una mujer tan fogosa, pero... ¡tenía sólo trece años! Era una situación ridícula. Araceli era in-saciable. ¡Y apenas estaba empezando! Carajo, se dijo, va a ser muy puta y yo seré un cornudo toda la vida, quién le aguanta el tren. Se removió en la cama, suspirando. Y un cornudo infeliz, para colmo.

No, no se iba a casar. Punto.

Pero no encontraba escapatoria. Se sentía como un gato detrás de la heladera, acosado y con miedo. Sí, seguía en una situación diabólica.

Luna CalienteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora