Yo rocé el infinito cuando besé sus labios.
Le llamé hogar a sus brazos, a ese cálido lugar, a ese hueco circular, que me acogió cuando el mundo me dio la espalda y no tenía en claro el dónde, afortunadamente sí el quién.
Conocí las más frías y las más fuertes ráfagas de viento cuando puse un pie en su mirada y caminé en dirección de su alma. Me dejé llevar como si yo fuese la herida y el la posible y única salida de mi dolor, pero cuando vi cuán dañado estaba por aquellos lugares, comprendí que hay que ser muy fuerte para poner una sonrisa sobre la herida.
Estaba hundiéndose a una velocidad terrible.
Yo no sabría ser de naufrago, porque jamás supe mantenerme a flote. Mis pensamientos siempre me hundían a un ritmo temible.
Hice por el lo que jamás nadie había hecho por mí.
A veces me llamaba por las madrugadas para decirme que le aterrorizaba la idea de que algún día me fuese de su vida y no encontrara el camino de regreso a sus brazos.
Aunque fue el quien se fue primero a un viaje del que es técnicamente imposible volver:
voló a ese cielo con el que tantas veces se vino abajo.
Tormenta, eso es ahora.
La tormenta más triste y fría que me ha calado jamás