ALANNA BECKER

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Hay días en los que despierto con tu nombre en mi boca y quisiera poder ir al cielo para abrazarte y decirte lo mucho que te quiero.

[OOO]

Después de dejar a Hanniel en su casa, Tanner me pide que lo acompañe a un lugar que me quiere mostrar. Mientras avanzamos por la carretera, miro con atención por la ventana porque estamos pasando por el lindero del bosque. Los altísimos pinos y variedad de árboles se levantan imponentes creando la barrera mágica y misteriosa que siempre ha envuelto esta parte de la ciudad. Es uno de los bosques más grandes y fríos en los Estados Unidos, pero también uno de los más peligrosos por la cantidad de lobos. Aunque eso no ha sido impedimento para que podamos entrar y buscar un lugar más tranquilo, lejos del ruidoso tráfico y la contaminación que se respira por las calles. Han sido muchas las ocasiones en las que Tanner estacionaba su auto en una de las curvas más apretadas de la carretera y lo escondía detrás de unos arbustos para no ser visto por los guardabosques.

En una de esas caminatas, encontramos un lugar particular y extenso, donde no había árboles, solo hierba y muchas flores de colores. Fue tanta su belleza, que sin darnos cuenta se convirtió en nuestro lugar secreto.

Recuerdo ese momento como si hubiese sido hace unos días.

Había llovido la noche anterior y las pequeñas canaletas que salían del río se habían desbordado. En algunas partes la tierra era húmeda y se había formado lodo que se me pegaba en los botines. Trataba de dar grandes zancadas para pisar las piedras de gran tamaño, pero mis piernas no eran tan largas como las de Tanner. Aseguré la mochila, me sostuve en uno de los árboles y por fin pude salir del lodo. Avancé más precavida tratando de adivinar qué partes del suelo eran las más sólidas, sin embargo, siempre me equivocaba.

—¡No! —dije entre dientes.

Él, que iba unos pasos más adelante separando las ramas mojadas para que no nos golpearan, se volvió hacia mí. Sus jeans y botines negros estaban salpicados de lodo y mojados por las gotas de lluvia que se desprendían de las ramas cuando las movía. Lo único que estaba limpio era la camisa de cuadros rojos y negros que llevaba puesta. Se había arremangado la tela hasta los codos.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Hay demasiado lodo.

Lanzó una mirada panorámica al lugar y asintió. Se acercó. Se ajustó los pantalones, se colocó de espaldas a mí y se acuclilló.

—Bueno, esto lo arreglamos muy fácil. Sube.

Esbocé una sonrisa.

—¿En serio? —pregunté dubitativa.

—Claro. No quiero que te ensucies. Además, tu novio es fuerte. No debes preocuparte por nada —dijo con un dejo gracioso.

Me aupé a su espalda y empezó a caminar. Ahora era yo la que separaba las ramas para que no se lastimara. El camino estaba resbaladizo y había algunas ramas bloqueándolo, las mismas que se habían roto por la intensidad de la lluvia. Tanner buscaba senderos alternativos por dónde ir. Unos metros más adelante, se detuvo y señaló algo con la cabeza. Al levantar la mirada, vi un grupo de ardillas que mordían unas nueces en el suelo. Al percatarse de nuestra presencia, corrieron despavoridas a esconderse por los arbustos. Dos de ellas treparon a uno de los pinos y se quedaron quietas esperando a que nos fuéramos.

Llegamos a un lugar donde los árboles estaban más separados y la hierba alta. Nunca había visto esta parte del bosque.

—¿Este es un nuevo camino? —le pregunté.

Sin cambios no hay mariposas ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora