Los hestaru eran conocidos por varios factores singulares: eran excelsos en lo que tanto a batallar en la colina o la selva se refería, tenían una sociedad sumamente organizada y nunca dormían. Mientras que los dos primeras características no eran únicas, la tercera los hacía destacar sobre quienes competían con ellos en poderío militar u organización civil. Y también les otorgaba mucho tiempo libre en épocas de paz. Tiempo que pasaban mirando al cielo. Habían reconocido cada estrella destacable, ya todas tenían un nombre asignado. Cada una era ligada a una virtud. Un ejemplo era Caradria, la estrella de la fuerza física. Otro era Laoné, la de la fertilidad. Pero si le preguntabas a cualquier hestaru cual de todas era la más importante, te diría Rastagora, lucero más brillante del firmamento y guardiana del futuro.
Cada año, se reunían a festejar el Rastagoranae, primer día donde se podía divisar a aquella estrella. El nombre del día tenía por significado «El nacimiento de Rastagora». El día antagónico, cuando Rastagora ya no era visible, también existía. Mas lo pasaban en soledad, con sus familias, dentro de sus chozas. No miraban al cielo, era un evento triste. Su futuro se iba por varios meses.
Algo cierto era que, en el Rastagoranae de ese año, las estrellas habían bendecido a las hestaru con abundancia y dicha. Reían, bebían, bailaban. El sol estaba minutos de ponerse, y ellos tenían una energía desbordante. Incluso los ancianos se movían un poco.
El chamán miraba al horizonte desde la cima de de un árbol solitario al cual había trepado. No era una gran proeza, las afiladas garras de su especie le permitían hacerlo sin problema. Su cara escamosa recibía la rojiza luz del sol poniente. Tal vez sus antepasados hubieran necesitado del sol para calentarse, pero los hestaru eran de sangre caliente. Sin embargo, la falta de pelos o plumas les dificultaba soportar el frio extremo. No por nada vivían en aquel clima casi tropical.
El jefe de la tribu observaba al mismo punto que el chaman, pero contaba los minutos que faltaban. Ese era su cuarentavo festival desde que había heredado el cargo de jefe.
Cuando la noche se hizo presente, todos dejaron de bailar y miraron al punto desde donde, en escasos minutos, Rastagora se elevaría en el cielo.
La cuenta regresiva acabó y la estrella no aparecía.Un error de cálculos, quizá. La tribu comenzó a ponerse nerviosa, pero el jefe les comunicó que, a veces, no podía predecirse con exactitud el momento esperado. Los mapas astrales variaban un poco con el tiempo. Y cualquier hestaru podía equivocarse al calcular algo. Incluso los más inteligentes. Se calmaron y volvieron a bailar.
Luego de cinco minutos sin noticias de la estrella, el jefe le hizo una seña al chaman, para que se acercara.
—¿Te aseguraste de usar el mapa astral más reciente? —preguntó con la voz temblorosa.
—No cabe duda de eso, usé uno del año pasado.
—¿Y entonces que está pasando?
—Rastagora no aparece. Eso pasa. Puede que nos hayamos equivocado de día. Nuestros calendarios, le recuerdo, no son por completo exactos. Los de las especies que duermen suelen ser mejores.
—Es tu trabajo evitar que estas cosas pasen —suspiró para luego continuar —, pero supongo que alguna vez te tenías que equivocar...
El chamán bufó y se fue del lugar. Notaba la necesidad imperiosa que tenía el jefe por hacerle un largo reproche. El jefe, impedido de seguirlo por su deber con el pueblo, les comunicó del aparente error de cálculo. Confundidos al principio pero comprensivos, los hestaru continuaron la fiesta. Al ver eso, el jefe declaró que debido a la abundancia festejarían cada día de la semana, hasta que Rastagora apareciera.
Se escabulló el chamán de la fiesta, y se adentró en su choza. Tenía lágrimas en los ojos. Lagrimas que solo la soledad conocería. Eran nacidas de la impotencia. Él nunca se había equivocado más que por unos segundos. Había utilizado varios calendarios, buscado un patrón en cada mapa astral que tenía a disposición. Y lo peor era que él conocía las estrellas que debían estar junto a Rastagora. Luana, señora de la ira, tenue y casi imperceptible. Saramassa, inspiradora de venenos, se la asociaba con las guerras. Indrana, la dadora de inteligencia. Todas habían mostrado su brillo ese día.
—No puede ser, no puede ser —repetía mientras se tomaba la cabeza con ambas patas delanteras. La angustia lo intoxicaba.
Desde la ventana un pato selvático lo miraba. Seguro era la mascota de algún vecino, que al quedarse sola se había escapado de su hogar. En una situación normal lo hubiera ahuyentado para que no interrumpiera con su trabajo. Pero tomó unas semillas que tenía guardadas y se acercó al animal. Mientras el ave se alimentaba de los granos que el le daba con la mano, pensaba qué podría haber salido mal. La respuesta no llegaba, había estado tan seguro en el momento de hacer los cálculos. Y, además, no cabía posibilidad alguna de que todas las demás estrellas estuviesen donde debían, y que la más importante hubiera sido erróneamente predicha.
Miró en los ojos del pato y no pudo ver siquiera una traza de preocupación. El animal graznó con alegría. Los patos no se preocupaban por las estrellas. En esos momentos, envidiaba la vida del animal.
Se convenció de que el día debía ser el incorrecto. ¿Que importaba que eso fuera casi imposible? la alternativa a haberse equivocado era una verdad que no estaba dispuesto a enfrentar.
Llegó la noche siguiente y la fiesta volvió a detenerse al atardecer. Tristes, la mayoría de los hestaru observaban el cielo sin su estrella característica. Pero era una tristeza temporal, ya que recordaban la palabra del jefe, y no consideraban los festejos como algo molesto. El chamán solo había dado un vistazo antes de volver a su cabaña. Esa noche el pato no apareció.
Comenzó a pensar que sus cálculos eran correctos. Volvió a llorar, y escrutó sus mapas astrales en búsqueda de Amnseda, la matrona de los locos y descarriados.
Se trepó al techo y, de brazos abiertos, le imploró a la estrella que esperara, que, tal vez, pronto sería uno de sus protegidos.
Y cuando al tercer día de festejos la estrella no se mostró, El chamán bajó del techo de su cabaña, donde se había subido para observar el horizonte.
Corrió hasta adentrarse en la selva cercana, y, una vez allí, buscó a alguna planta que impartiera la voluntad de Saramassa. Tomó unas hojas de aquel arbusto que era mortal para los suyos, se dirigió a un rio próximo y, una a una, comenzó a ingerirlas. Si las aguas del tiempo habían borrado al futuro del cielo nocturno, no había razón para que las del río no se tragaran su cadáver.
Cuatro días más continuaron esperando por Rastagora los hestaru. Con todo el ajetreo, no se habían percatado siquiera de la ausencia del chamán. Pero ninguno lloró su muerte. Muchos siguieron el mismo camino que el chamán, cometiendo la locura de quitarse la vida ante la amenaza de un futuro inexistente.
Otros desesperaron, se volvieron anárquicos.
Solo un pequeño grupo se mantuvo bajo el mando del jefe, grupo que fue exiliado de sus tierras. Un par de años continuaron morando en las cercanías, esperando por la estrella. Pero no tardaron en volverse un grupo nómade que, de alguna manera, fue bendecido. Dejaron de seguir lo que dictaban las estrellas, y aprendieron a usarlas para viajar. Mas habían perdido la confianza en ellas. Y, varias generaciones luego, al que le preguntarán que significa Rastagoranae, diría "el inicio del viaje".
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Los hestaru
Short StoryCompilado de cuentos que voy a ir expandiendo a medida tenga más. La mayoría serán sobre criaturas no humanas. El primer relato da el nombre a la colección. Sinopsis de los diferentes cuentos Los hestaru: Los hestaru, reptiles inteligentes y bíped...