Un cuento para el profesor

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Profesor, tome asiento y sírvase una taza de té. Me alegra que haya venido a mi casa de campo. Le contaré una historia para aflojar la lengua antes de ir a lo importante. Despreocúpese, siéntase como en su casa y disfrute del relato.

Acido desoxirribonucleico, algo prescindible para ambos involucrados.

Bajo la luz de Etenia, una estrella roja, se sienten. El primero, reconocible por sus tres pares de ojos, su cuerpo alargado y su escamosa piel húmeda, acaba de dejar la protección de las aguas. La negra playa bajo sus patas hospedaba a un rival camuflado, que, por fortuna, pudo detectar antes de terminar como su cena.

Una suerte de ampollas de Lorenzini, aquellos órganos sensoriales que tanto desprecia, le han advertido del peligro. Sin apartar la mirada de su oponente, se agazapa para rodearlo. Es más pequeño, y mutar su forma física le costaría valiosa energía. Su único modo de salir ganando es lograr un escape.

Echa a correr dando largas zancadas, cual si fuera un perro.

El acechador juzga la situación. Ha adaptado su cuerpo para un movimiento rápido, una demostración letal de energía y velocidad. Pero, una vez agotada la fuerza explosiva inicial, su actuar es más lento. Ya habrá otro día, ya habrá otra presa. De modo que no se molesta en intentar tragarse al primero.

El que ha salido del mar, encontrándose ya a una distancia segura, escruta el firmamento rojo como el centro de aquél sistema solar. Las nubes escasas le parecen borrosas.

Toda su vida había ocurrido en el mar. Por lo tanto, sus ojos no estaban adaptados para ver fuera del agua. Pero eso no continuaría siendo problema por un largo tiempo.

Reordena su código genético, conformado por una serie de moléculas esféricas capaces de girar. El cambio se da primero en una única célula que, por medio de enzimas, se lo comunica a las demás, desatando una reacción en cadena. Su especie, única en el universo, ha desarrollado esta manera de sobreponerse a la lenta evolución que implica vivir en un mundo bañado por poca radiactividad. Llevan las riendas de lo que son, y son capaces de cambiar un cantidad ilimitada de veces, mientras sigan con vida y estén bien alimentados.

Volviendo con nuestro sujeto de estudio, se puede apreciar cómo este observa sus alrededores. Olfatea el aire con su abultado hocico. Esta sólo. Está seguro.

Excava en la arena negra con sus extremidades delanteras. Sus patas palmeadas le sirven cual si fueran una pala. Busca seres menos desarrollados. Pobres diablos de otras especies.

No ha cavado mucho cuando halla un organismo violáceo y ramificado, similar a unas raíces. Es un animal, al que podemos llamar red palpitante. A veces, se entierran en la arena durante las mareas altas, y quedan atrapados cuando esta baja. El latir de los tejidos indica que aún está con vida.

El ser adaptable se apresura a tomar al invertebrado, antes de que este se alarme, enterrándose más profundo. La amorfa red palpitante es una presa fácil.

Sin siquiera matarla, deja que sus dientes afilados la despedacen. Está acostumbrado a la carne de seres con sistemas de órganos, mas no puede darse el lujo de desperdiciar a uno que no pasa del nivel tisular.

Deglute la carne purpúrea con rapidez. Es consciente de que la competencia nunca está lejos. Mantiene dos de sus ojos con pupilas en forma de cruz vigilando el mar, y otros dos la playa. Los restantes se concentran en la víctima.

Ya acabando de comer, observa sus patas. Las membranas interdigitales le presentan un estorbo en la tierra. No duda en deshacerse de ellas, que son reabsorbidas por su cuerpo.

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