✨Capítulo 1✨

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Ver la vida pasar.

Eso era lo que hacía.

Rebecca Collins soltó un suspiro tendido mientras miraba a través del vidrio de la ventana los edificios que se cernían sobre la ciudad de Nueva Orleans, Luisiana. Las calles se mostraban solitarias con pocos automóviles estacionados al lado de las aceras y el viento silbaba con su particular canto de la mañana. El sol estaba por nacer en el horizonte, lo cual creaba un efecto hermoso en el cielo que parecía estar ardiendo en llamas. Sin embargo, sabía que en unos cuantos minutos ese color desaparecería para volverse en un azul cada vez más claro.

Pronto su momento favorito del día quedaría atrás.

El alba era su instante predilecto porque el cielo se teñía de rojo, su color favorito. El color rojo era el color del alma y de la esperanza, pues representaba el fuego que aún ardía en su interior y no la dejaba doblegarse; además, el cielo siempre se teñía de ese color para acabar un día y para empezar otro.

Se relamió los labios y exhaló el aire cargado en sus pulmones.

Por consecuencia, el vidrio de la ventana se empañó al instante.

Alzó la mano y dibujó un pequeño corazón.

Su vida entera estaba allí, en ese preciso instante. Hacía un año estaba inmersa en la desesperación y en la problemática de lo que padecía, pero ahora eso era pasado, o al menos trataba de pensar en ello de ese modo. Tenía un presente y cada día se repetía que tenía que disfrutarlo, como se prometió aquella mañana de agosto antes de cumplir los dieciocho años. Y hasta ese día, después de casi un año, esa promesa seguía en pie.

Amaba vivir en Nueva Orleans, amaba a sus amigos y amaba la carrera —licenciatura en derecho— que estaba estudiando. Siempre había sido su sueño estar en la universidad, y ahora lo estaba cumpliendo como siempre quiso: sola y en una ciudad diferente. Pero, a pesar de eso, el vacío que sentía por la ausencia de sus padres era penoso; extrañaba la risa y los panqueques de su madre, los chistes sin gracia de su padre, e incluso las empapadas en la lluvia que siempre provocaban la vuelta a casa chorreados de agua hasta la médula.

Extrañaba su antigua vida en casa de sus padres. Pero tampoco se diferenciaba tanto, ya que algunas cosas seguían prácticamente igual: como las visitas al médico cada mes. Había nacido con un defecto en el corazón que comenzó a manifestarse apenas hacía cinco años; después de tratamientos y demás, llegó al punto de necesitar un marcapasos. Sin embargo, sabía que no lo utilizaría para siempre. Estaba a la espera de ser candidata para un trasplante en cuanto estuviera disponible un corazón compatible. Por ello, los múltiples estudios y citas médicas desde hacía algunos meses. Tenía esperanzas, pero no eran aseguradas. Aunque no trataba de pensar mucho en ello, prefería centrarse en su presente y en sus sueños antes de pensar en lo que sucedería cuando llegara el momento.

No quería hacer sufrir a sus padres.

Tampoco quería perder la oportunidad de vivir antes de sucumbir a lo incierto. Y, si se sinceraba por completo, el motivo por el que había llegado a Nueva Orleans también tenía que ver con su deseo de crear un desapego con sus padres, pues si algo llegaba a sucederle... Nadie podía asegurarle salir con vida de una cirugía tan delicada.

No obstante, ya había terminado de entender su realidad y de aceptarla.

A veces era tan difícil...

¡Tan injusto!

¿Pero cuándo la vida era realmente justa?

Un año, un año en Nueva Orleans y aún seguía esforzándose por caminar con una sonrisa en los labios y respirar profundamente el aire que entraba a sus pulmones; utilizar bien la vista de sus ojos para contemplar los colores, los rostros de sus amigos y su propia sonrisa en el retrovisor de cualquier auto; saborear en su paladar cada platillo que probaba y vivir como si su vida se fuera a acabar al día siguiente. Una vida tranquila y pacífica como cualquiera, pero que ella miraba de distinta manera, esa era la diferencia.

Sí, estaba en ello.

Pero, a pesar de todo, algo le hacía falta.

Un extraño vacío que no podía llenar con nada.

Radicaba en un pequeño edificio que rentaba varios departamentos a estudiantes y público en general, por lo que no se sentía tan sola, a pesar de que era la única que ocupaba el cuarto y último piso. Por las tardes, era cuando había más silencio, por lo que en ocasiones podía pasarse horas encerrada para leer sus novelas favoritas...

Echó una última ojeada al panorama de la ciudad y se alejó de la ventana para acercarse al espejo. Su reflejo mostraba a una chica menuda, de piel pálida, cabello cobrizo y ojos cafés oscuros. Lo más destacable en ella era la espesa y larga melena que adornaba su cabeza y que siempre amarraba en una coleta alta. Sonrió a la chica del espejo y tomó su mochila diaria. Pronto se acabarían las vacaciones y volvería a entrar a la universidad para cursar el tercer semestre; por las tardes trabajaba en una pequeña librería, la cual quedaba solo a una cuadra de su departamento y a la que iba solo por cuatro horas al día.

El calendario estaba a finales de julio, hecho que la alegraba y la ponía ansiosa a la vez, puesto que en agosto ya sería su cumpleaños número diecinueve. El tiempo no se detenía y ella no podía congelarlo, por más que quisiera.

Cerró la puerta del departamento detrás de ella antes de caminar por los corredores tenuemente iluminados y tomar el elevador al primer piso del edificio. Estaba por cruzar la entrada principal cuando notó de reojo al señor Benjamín quien la saludó con un gesto de la mano. Tenía setenta años y era el dueño del inmueble.

Por lo que tenía entendido, el señor estaba viudo y solo tenía una hija que lo visitaba de vez en cuando, aunque casi lo tenía abandonado. Y no lo dudaba, pues en los ojos de ese viejo hombre se reflejaba la más pura soledad. Le era fácil leer el dolor de las personas, tal vez porque sabía lo que era desesperanza de verdad.

—Becca, ¿puedo pedirte un favor? —le dijo con voz rasposa en cuanto se acercó a él.

Pudo notar que traía la misma corbata gris de siempre.

Susana le había dicho que había sido un regalo de su hija, eso explicaba por qué siempre la traía puesta. ¿Y cómo su amiga se enteraba de tantas cosas? Bien, ella era bastante cotilla.

Asintió con una sonrisa.

—Tendremos un nuevo inquilino por la tarde que al parecer es extranjero, ocupará el departamento que está desocupado al lado del tuyo. Pero yo no podré estar aquí para mostrarle el edificio y esas cosas que te enseñé a ti cuando llegaste. ¿Podrías ocuparte de eso por mí?

Se relamió los labios.

"Extranjero".

Le causó cierta curiosidad.

—Claro que sí, estaré aquí al final de la tarde.

Benjamín le dedicó una gran sonrisa que acentuó aún más las arrugas de su rostro. Cada vez que ese hombre sonreía le daba alegría, pues podía notar que no era de sus gestos favoritos.

—Gracias, Becca.

Después de despedirse, cruzó la puerta corrediza de la entrada principal. El viento húmedo acarició su rostro de golpe y de inmediato el calor del día la embargó. Le gustaba la ciudad y su vida a pesar del peso de la realidad que cargaba sobre sus hombros. Y se sentía extrañamente afortunada por apreciar de verdad cada día que transcurría. Desde aquella vez que se enteró de lo que padecía su mundo y la forma en que veía las cosas colisionaron en un instante. Todo cambió para ella.

Era inevitable cuando podías leer la fecha de caducidad de algunas cosas.

Sobre todo, de la vida misma.


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