✨Capítulo 4✨

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Londres, Inglaterra.

Allen miraba el plato de comida con inseguridad, le dolía mucho el estómago y los estragos eran persistentes. Podía sentir la mirada de su padrastro sobre él, analizaba cada movimiento que hacía. Bajó la mirada hacia la sopa fría de su plato, que no se veía muy apetitosa. Era lo de siempre: sobras de los vecinos. No entendía por qué su madre no los defendía, a su hermana y a él. Quería que su madre se los llevara a España —de donde era originaria— y dejaran Londres y al ogro de su padrastro.

—¿Qué no piensas comer? —preguntó su madre.

No era como las demás madres, no lo era.

—Me duele el estómago —susurró con timidez y dolorosa resignación.

Entonces su padrastro se levantó con fiereza y provocó un chirrido de la silla. Su hermana

Rebecca —quien tenía cinco años— levantó la mirada con el terror marcado en sus ojos miel.

—No dices más que mentiras, no mereces lo que te damos.

Allen sintió las lágrimas recorrer sus mejillas. El terror corrió por sus venas y magulló todo su interior.

—Pero me duele...

—Más te va a doler esto, niño malcriado.

La bestia sacó el cinturón de sus pantalones y avanzó para tomarlo con fuerza del brazo derecho. Lo arrastró desde la mesa hasta el estrecho pasillo que daba a la oscura bodega.

Ya sabía lo que se avecinaba, y sus quejidos se atoraron en su garganta.

—Por favor, no me pegues, no... ¡Mamá!

—¡Allen! —escuchó gritar a Rebecca antes de que su padrastro lo encerrase consigo en la bodega.

El hombre lo aventó con brusquedad al interior.

—Esto te pasa por ser un malcriado, no sé por qué tu madre todavía no se deshace de ti —bramó antes de que sintiera el primer latigazo en la espalda.

Su piel ardió, y sus lágrimas cayeron.

Otro latigazo, y otro más.

—¡Por favor...!

Allen cerró los ojos y apretó los dientes al tiempo que sintió dos latigazos más. Su piel ardió. Con seguridad le dejaría más marcas y cicatrices de las que ya tenía. ¿Es que merecía tanto odio? ¿No merecía nada de cariño?

"No vales nada, Allen, nadie te quiere".

Las voces de los niños de la escuela llegaron a sus oídos y la realidad le pegó como una apuñalada en el alma. Ellos decían la verdad.

De repente la bestia dejó de golpearlo y el alivio acarició su rostro. Escuchó cómo se ponía nuevamente el cinturón y después salía de la bodega antes de dar un portazo. Dejó caer su cuerpo en el suelo y rodeó sus piernas con los brazos, mientras los sollozos comenzaban a desgarrarlo por dentro, haciéndole temblar. Solo quería que ese infierno terminara, ya no podía soportarlo más.

Se quedó con la atención en un punto fijo de la oscuridad sin ser consciente del tiempo. No supo por cuánto tiempo permaneció así, pudieron haber sido horas, minutos, o eternos segundos. De cualquier manera, no le interesaba. Nada importaba en ese lugar sin esperanza.

De pronto escuchó pequeños pasos por detrás de él, mas no se movió. De la nada sintió una mano menuda en su hombro y después cómo su hermana pequeña se acurrucaba junto a él. Estaban tan acostumbrados a eso...

La niña dejó un plato de comida delante de él y trató de dedicarle una sonrisa; aunque, en lugar de reflejar alegría, fue la mejor representación de la tristeza viva.

—Come...

Allen se incorporó despacio y se sentó con las piernas cruzadas, al igual que su hermana. El plato seguía delante de él y sus tripas rugieron, pero no tenía ganas de ingerir nada.

—Come... —repitió Rebecca.

Negó y agachó la cabeza.

—¿Tú me quieres, Rebs? —preguntó con los hombros encogidos.

Miró los ojos miel —tan claros como los de su madre— de su hermana y una lágrima se desbordó de ellos, asintió y después se lanzó a abrazarlo. Sus sollozos no se hicieron esperar en cuanto el calor de sus brazos la rodearon, y los suyos tampoco.

En el silencio y oscuridad de la bodega su hermana lloró con él.

¿Cuándo terminaría ese sufrimiento?

¿Cuándo?


***

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