1 - La historia

145 6 11
                                    

Cuando la plaga aún no se había llevado a sus padres, Fay solía sentarse en sus piernas y pedía historias

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Cuando la plaga aún no se había llevado a sus padres, Fay solía sentarse en sus piernas y pedía historias.

En un mundo que consistía en un anillo orbitario artificial incompleto y de recursos limitados, donde el pueblo estaba reducido a ser simple mano de obra y en que la única propaganda en las pantallas de las calles eran mensajes en contra de las Repúblicas Unidas, las historias de antaño eran lo único que permitían a la gente distraerse de la miseria diaria.

La historia favorita de Fay era La última aventura de Eothek, el conquistador.

Hace muchos, muchos años atrás, cuando los pueblos de Navaira apenas comenzaban a comprender el uso de la forja y no había ni repúblicas ni imperio, Eothek, aquel que llamaban primitivamente mago o hechicero, recorrió él solo todos los extremos del gran continente de Navaira.

—Porque Eothek tenía más habilidades que otros, más inteligencia, y era más libre que cualquiera —su madre siempre sonreía en esa parte.

Muchos decían que era un vagabundo, un criminal buscado, un misionero de los antiguos dioses, incluso un heredero de un reino caído en desgracia; habían muchas historias sobre él, tantas como se siguen contando luego de miles de años, y aunque no se puede corroborar la veracidad de estas historias menores, hay registros sobre gran parte de su travesía.

Eothek el conquistador pasó toda su vida —o casi— yendo de un lugar a otro, jamás quedándose en un solo sitio por demasiado tiempo ni tampoco volviendo a donde sus pies ya habían dejado huella. En su largo recorrido hubo quienes se unieron a su misteriosa causa, gente que creyeron que podrían descubrir los confines del mundo siguiendo a aquel hombre; amigos que durarían hasta el final de sus días.

Pero el viaje de Eothek no era infinito. El gran continente era extenso, sí, pero tarde o temprano llegaría un momento en que ya no habría nada más por recorrer, y cuando ese día llegó Eothek se detuvo.

Dicen que estuvo en silencio siete días y siete noches, que se encerró en una habitación sin bebida ni comida y que en ese tiempo solo durmió. Descansó por todo lo que no había descansado en toda su vida, y cuando se levantó le dijo a sus amigos que debían separarse.

Consternados, sus acompañantes le pidieron explicaciones, se negaron a cumplir con sus órdenes, no querían partir.

—¿Cómo dejas atrás a un amigo por el que entregarías la vida? ¿Cómo continúas sin aquel que te dio una razón para creer que hay algo maravilloso en lo desconocido?

Sus padres nunca le dieron las respuestas a esas preguntas y ella jamás las exigió. Años después se daría cuenta que quizás debió hacerlo.

—Paciente y comprensivo, Eothek les dijo: <<He tenido un sueño donde se me enseñó el futuro. Hay algo de gran importancia que solo yo puedo hacer y que me costará la vida.>>

Más afligidos aún, sus amigos trataron por todos los medios de hacerle cambiar de parecer, pero la voluntad del conquistador era firme como el hierro y absoluta como el cielo sobre sus cabezas.

Comprendiendo el dolor de aquellos que le habían seguido sin pedir nada a cambio, él les permitió acompañarlo en su última travesía, porque en el fondo Eothek —por mucho que hablara la gente— seguía siendo humano, y también lamentaba la tristeza de las despedidas.

Marcharon hacia el norte, más allá del gran continente. Fueron los primeros en atravesar el mar contra todo pronóstico negativo e incrédulo, y llegaron a una isla en la que ningún ser pensante había puesto pie alguno. Guiados por el mismo Eothek, quien parecía conocer aquella tierra como si hubiese crecido allí, llegaron a un lago; el más grande que cualquiera de ellos hubiese visto jamás. Sus límites casi se perdían en el horizonte y sus aguas eran tan claras y brillantes que daba la impresión de ser una sola gran gema.

—Y entonces Eothek le habló a los cielos y estos respondieron a su mandato. Las aguas se levantaron como el viento, las rocas del fondo y de los costados formaron islotes y un risco; la isla completa cambio su forma para consentir los deseos del conquistador como si fuera natural. Las rocas permanecieron en el aire para jamás volver a caer, las aguas cayeron por cientos, cientos de años después.

El relato acababa ahí. Sus padres siempre omitían la parte en la que Eothek se desplomaba, sin vida, y sus compañeros lloraban su muerte. Aquella isla sería nombrada Eothemer en honor al conquistador, y las aguas flotantes que caían eternamente serían conocidas como las Cataratas de Iarlovek, una de las ocho maravillas de Navaira.

Por supuesto, ella vivía en el anillo que orbitaba dicho planeta, no había forma en que alguna vez conocería aquel milagro inexplicable, pero podía soñar; no le quedaba de otra.

Lo que más le gustaba a Fay de esa historia era la forma en que la contaban sus padres. Su madre, de quien había heredado los rasgos faciales y el cabello oscuro, sonreía sin pretensiones y le brillaba la mirada. Su padre, de quien sacó los ojos y la misma incapacidad para tolerar sermones, hacía gestos exagerados y más parecía estar jugando que contando una historia.

Fay amaba los cuentos porque amaba a su familia, y estos eran ellos mismos cuando los relataban. Brillaban.

A diferencia de la gran mayoría de la población en su colonia, Fay tuvo una infancia feliz. Llena de escasez y necesidad, pero jamás falta de amor. Hasta tenía un mejor amigo, Gaen, quien vivía solo con su abuelo pero que era más inteligente que varios adultos que Fay conocía a pesar de que solo era dos años mayor que ella.

Pero era demasiado pequeña para ver la realidad, era demasiado inocente para entender que en un mundo como aquel no se podía vivir sin un sacrificio. Fay no conocía el dolor de dejar ir algo que amas con el fin de proteger otra cosa; puede que nunca lo haya notado o incluso puede que decidiera no ver, de cualquier modo enfrentó y sufrió las consecuencias de su ignorancia.

Esa etapa de su vida era un tesoro, un recuerdo que —literalmente— le permitió mantenerse con vida cuando todo se vino abajo. Porque la muerte vino rápida y sin aviso.

Los primeros en caer por la plaga fueron los ancianos; Gaen nunca lloraría tanto como aquella vez. Luego los recién nacidos, luego los niños más pequeños, y cuando las autoridades del nuevo imperio tomaron acción, una cuarta parte de la treceava colonia había perecido.

Cuando evacuaron a los que no habían sido infectados, el único que sujetaba su mano era Gaen. 

 

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
Stigmata Nulla: Más allá del cielo metálico [Stigmata #1] ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora