Ever.
A las nueve de la mañana mi alarma sonó puntualmente, justo igual que siempre, alargué mi brazo en dirección al pequeño buró de madera y la apagué de un golpe seco. Estiré mis piernas y traté de desperezarme.
Casi no había dormido, las pesadillas no cesaban y no me permitían conciliar el sueño. Se sentían tan reales que despertaba en medio de la noche con lágrimas en mis ojos y con mis manos tapando mi boca para ahogar mis sollozos.
Mi corazón latía tan rápido que pensaba que se me saldría en cualquier minuto, a lo lejos escuchaba sus pasos, y sabía que hoy sería peor que ayer. Siempre era así. Estaba encogida en una esquina de «la tortura», como solíamos llamarla. Era un cuarto de proporciones medianas, con una decoración acorde al resto de la enorme mansión, elegante y respetable, había una ventana que dejaba colarse un poco de luz del exterior, justo frente a la cama que se encontraba en el centro de uno de los muros. Le vieras por donde le vieras, lucía como cualquier otra recámara, tal vez un poco excéntrica y con un estilo exageradamente lujoso. Quien sea que entrara allí, pensaría que era un lugar agradable y cómodo.
Yo también lo hubiese pensado. Pero nada era lo que parecía.
No podía creer que una simple habitación representara tanto miedo y agonía, con solo imaginarte el trayecto y todo lo que conllevaba el llegar hasta su puerta. Porque era «la tortura», la única testigo de todas las mundanas, terribles y crueles cosas que sucedían allí mismo.
Los pasos se oían cada vez más cerca, dejando entrar en mis oídos el eco que hacían al tocar el suelo. Abracé mis piernas con mis brazos, apretando más cada vez que el sonido se hacía más fuerte.
Anoche había sido una de las peores. Román me arrastró hasta llegar a ese lugar, y como si fuera el deseo más urgente que hubiese tenido, comenzó a empujarme justo en centro de la habitación. Me hizo tirarme y estírame completamente mirándome con burla y desdén desde arriba.
—¿Por dónde empezaremos hoy, preciosa? —mi cuerpo temblaba como gelatina y lo único que pude atinar a hacer en ese momento fue tensar cada una de mis articulaciones, cerrando mis ojos y esperando el primer golpe.
—Tania —canturreó con su rasposa voz—. Mírame cariño —casi podía ver la impaciencia que debía haber en su expresión. No abrí mis ojos, los cerré con más fuerza.
—¡Abre los ojos, maldita sea! —gritó mientras jalaba mi cabello, haciendo que mi cabeza dejara de tocar la alfombra—. ¡Quiero que me mires! ¡Quiero que seas consiente del gusto que me produce estar contigo! ¿O acaso tú no gozas de mi compañía? Creo que tu amiga... ¿cómo se llamaba? Oh si, Patricia, estará encantada de jugar conmigo un rato —dijo en un susurro apenas audible.
El pánico me invadió. No. Ella no, pensé. Me armé de coraje y abrí mis ojos de golpe, mirándole con todo el asco que era capaz de reflejar. Me sonrió maliciosamente, enseñándome la fila de perfectos dientes que poseía. Y entonces vi venir el primer golpe, directo hacia mi costado derecho. Al sentir el impacto de cada golpe, soltaba un pequeño sollozo ahogado, que solo era emitido por simple hecho de que no se me permitía gritar. Si lo hacía, las otras lo pagarían. Y yo no lo iba a permitir. Lo peor de todo, era que sabía lo que venía a continuación, y solo rezaba para que no terminara como la última vez.
Sin embargo, nadie oyó mis suplicas, y esa noche se convirtió en una de las peores. Cuando Susana, la mujer que trabaja allí por pura obligación, llegó a mi lado, pude ver la expresión de horror y pena que tenía en su rostro.
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Lo que no conoces de mí ©
General FictionLa vida se fractura a mí alrededor sin descanso. Las grietas se hacen más grandes, más evidentes, haciéndome imposible ocultarlas a simple vista. Me tambaleo, derrumbándome, perdida en la oscuridad. Enterrada de una forma tan terrible que ya ni siq...