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El primer pensamiento que tuvo Anderton al ver al joven fue: Me estoy poniendo calvo. Calvo y gordo y viejo. Pero no lo expresó en voz alta. En su lugar, echó el sillón hacia atrás, se incorporó y salió resueltamente al encuentro del recién llegado, extendiendo rápidamente la mano en una cordial bienvenida. Sonriendo con forzada amabilidad, estrechó la mano del joven.

—¿Witwer? —dijo, tratando que sus palabras sonaran en el tono más amistoso posible.

—Así es—repuso el recién llegado—. Pero mi nombre es Ed para usted, por supuesto. Es decir, si usted comparte mi disgusto por las formalidades innecesarias.

La mirada de su rubio semblante, lleno de confianza en sí mismo, mostraba que la cuestión debería quedar así definitivamente resuelta. Serían Ed y John: todo iría sobre ruedas con aquella cooperación mutua desde el mismo principio.

—¿Tuvo usted dificultad en hallar el edificio? —preguntó Anderton en seguida, con cierta reserva, ignorando el cordial comienzo de su conversación instantes atrás. Buen Dios, tenía que asirse a algo. Se sintió lleno de temor y comenzó a sudar.

Witwer había comenzado a moverse por la habitación como si ya todo le perteneciese, como midiendo mentalmente su tamaño. ¿No podría haber esperado un par de días como lapso de tiempo decente para aquello?

—Ah, ninguna dificultad—repuso Witwer, con las manos en los bolsillos. Con vivacidad, se puso a examinar los voluminosos archivos que se alineaban en la pared—. No vengo a su agencia a ciegas, querido amigo, ya comprenderá. Tengo un buen puñado de ideas de la forma en que se desenvuelve el Precrimen.

Todavía un poco nervioso, Anderton encendió su pipa.

—¿Y cómo funciona? Me gustaría conocer su opinión.

—No mal del todo —repuso Witwer—. De hecho, muy bien.

Anderton se le quedó mirando.

—¿Esa es su opinión particular?

—Privada y pública. El Senado está satisfecho con su trabajo. En realidad, está entusiasmado. —Y añadió— Con el entusiasmo con que puede estarlo un anciano.

Anderton sintió un desasosiego interior, que supo mantener controlado, permaneciendo

impasible. Le costó, no obstante, un gran esfuerzo. Se preguntaba qué era realmente lo que Witwer pensaba, lo que se encerraba en aquella cabeza. El joven tenía unos azules y brillantes ojos... turbadoramente inteligentes. Witwer no era ningún tonto. Y sin la menor duda, debería estar dotado de una gran dosis de ambición.

—Según tengo entendido —dijo Anderton— usted será mi ayudante hasta que me retire.

—Así lo tengo entendido yo también —replicó el otro, sin la menor vacilación.

—Lo que puede ser este año, el próximo... o dentro de diez. —La pipa tembló en las manos de Anderton—. No tengo prisa por retirarme ni estoy bajo presión alguna en tal sentido. Yo fundé el Precrimen y puedo permanecer aquí tanto tiempo como lo desee. Es una decisión puramente mía.

Witwer aprobó con un gesto de la cabeza, con una expresión absolutamente normal.

—Naturalmente.

Con cierto esfuerzo Anderton habló con el tono de la voz algo más frío.

—Yo deseo solamente que las cosas discurran correctamente.

—Desde el principio —convino Witwer—. Usted es el Jefe. Lo que usted ordene, eso se hará. —Y con la mayor evidencia de sinceridad, preguntó—: ¿Tendría la bondad de mostrarme la organización? Me gustaría familiarizarme con la rutina general, tan pronto como sea posible.

El Informe de la Minoría - Philip K. DickDonde viven las historias. Descúbrelo ahora