IX

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Nunca había matado a ningún hombre. Incluso jamás había visto a un hombre asesinado, aun habiendo sido comisario de policía durante treinta años. Para aquella generación, el asesinato deliberado era algo que no existía en la memoria de las gentes. Sencillamente, algo que nunca había ocurrido.

Un coche de la policía le llevó al bloque en que estaba formado el pelotón del Ejército. Allí, en las sombras, examinó con todo cuidado el funcionamiento de su arma, provista por Fleming sin quererlo. Parecía intacta. Ya no tenía dudas de cuál sería su papel y estaba absolutamente seguro de lo que iba a ocurrir dentro de media hora. Se guardó cuidadosamente oculta la pistola y abrió la portezuela del coche.

Nadie le dedicó la menor atención. Imponentes masas de gente cruzaban en todas direcciones, tratando de ponerse cerca para escuchar lo que el Ejército iba a hacer público. Los uniformes del Ejército predominaban en la zona dispuesta al efecto y una línea de tanques desplegados ponía su formidable nota de fuerza en el ambiente.

El Ejército había erigido una plataforma con micrófonos, a la que se subía por unas escaleras. Tras el sitial del locutor, flameaban al viento los orgullosos estandartes de la Alianza del Bloque Occidental con el emblema de los poderes combinados que habían tenido en tiempos de guerra. Por una curiosa deformación del curso del tiempo, la Liga Internacional de Veteranos reunía en su seno a altos oficiales del campo enemigo. Pero un general era un general y las sutiles distinciones se habían desvanecido con el curso de los años.

Ocupando las primeras filas de asientos aparecía el Estado Mayor del mando de la Alianza. Tras ellos, venían los más jóvenes elementos de la organización militar. Las banderas de los regimientos ondeaban en una gran variedad de colores y símbolos. De hecho, aquello parecía más bien una exhibición festiva. Rodeados por un cordón de policías, más a distancia, aparecían muchos de civil, manteniendo el orden, aunque más bien como informadores. Si el orden tenía que ser mantenido, sería el Ejército el que se ocuparía de hacerlo.

Un murmullo atronador rodeó por todas partes a Anderton mientras se esforzaba por introducirse entre la densa muchedumbre. Un vivo sentimiento de anticipación le mantenía rígido y tenso, a punto de explotar. La multitud parecía presentir que algo muy importante iba a suceder. Con grandes dificultades, Anderton fue pasando una fila tras otra hasta llegar a la parte delantera donde se hallaban sentados los altos oficiales de la Liga.

Kaplan estaba entre ellos. Pero, ahora, era de verdad el general Kaplan. El traje, el reloj de oro de bolsillo, el bastón de plata, sus ropas de estilo conservador... todo había desaparecido. Para la ocasión, Kaplan se había vestido con su antiguo uniforme de los días de gloria y de poder. Rígido e impresionante, estaba rodeado por todos aquellos otros generales que formaban su Estado Mayor. Sobre su uniforme brillaban un sinnúmero de condecoraciones y las estrellas de su rango. Sus botas relucían como espejos y llevaba al cinto su decorativa espada corta, y sobre la cabeza su gorra de dorada visera.

Dándose cuenta de la presencia de Anderton, el general Kaplan se apartó del grupo de generales y se dirigió hacia él. Su expresión denotaba cuán alegremente agradecía allí la presencia del comisario de policía.

—Esto es una grata sorpresa —dijo saludándole y estrechándole la mano—. Tenía la impresión que había sido arrestado por el comisario en funciones.

—Todavía estoy fuera de su alcance —comentó Anderton, indicando el paquete que le había sido entregado por Fleming la noche del accidente.

A despecho de sus nervios, el general Kaplan parecía de buen humor.

—Esta es una gran ocasión para el Ejército —le dijo—. Creo que le agradará oír lo que voy a manifestar en público, al relatar los espurios cargos esgrimidos contra usted.

El Informe de la Minoría - Philip K. DickDonde viven las historias. Descúbrelo ahora