III

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La casa se hallaba fría y solitaria y, casi inmediatamente, Anderton comenzó a hacer los preparativos para su viaje. Mientras empaquetaba las cosas, una serie de frenéticos pensamientos cruzaban su mente. Posiblemente estaba equivocado respecto a Witwer, pero, ¿cómo podía estar seguro? En cualquier caso, la conspiración contra él era mucho más compleja de lo que había creído a primera vista. Witwer sólo podría ser una marioneta animada por cualquier otro personaje, por algún distante y poderoso elemento oculto en la penumbra del fondo.

Había sido un error haber mostrado la ficha a Lisa. Sin duda alguna, ella se lo contaría con todo con detalle al propio Witwer. Nunca había salido de la Tierra, ni comprobado qué clase de vida podría llevar en cualquier planeta fronterizo.

Mientras se hallaba así preocupado, el piso de madera crujió tras él. Se volvió rápidamente para enfrentarse con el cañón azulado de una pistola atómica.

—No le llevará mucho tiempo —dijo, mirando fijamente al hombretón cuadrado de hombros, de labios apretados, que, vistiendo un abrigo marrón oscuro, le apuntaba con el arma atómica—. ¿Ni siquiera dudó ella un instante?

El rostro del intruso no pareció tener la respuesta adecuada.

—No sé de lo que está usted hablando —dijo—. Vamos, venga conmigo.

Paralizado, Anderton soltó una pesada chaqueta de pieles que sostenía en la mano.

—Usted no pertenece a mi agencia. ¿Es usted acaso un oficial de la policía?

Protestando y a empujones fue llevado a toda prisa hacia un coche cubierto que esperaba en la calle. La puerta se cerró con estrépito al arrancar el coche, habiendo entrado previamente tres hombres armados en el interior junto con él. El automóvil salió disparado hacia la autopista que salía alejándose de la ciudad. Impasibles y remotos, los rostros que le rodeaban permanecían inalterables con los movimientos del vehículo, al pasar los inmensos campos, oscuros y sombríos, que desfilaban rápidamente ante sus ojos.

Anderton aún trataba inútilmente de captar las implicaciones de lo sucedido, cuando de repente, el coche se desvió de la carretera general y descendió a un garaje de aspecto sombrío con la entrada semioculta. Alguien gritó una orden. La pesada puerta metálica de acceso se descorrió y unas luces brillantes iluminaron el recinto. El chofer apagó el motor.

—Lamentarán ustedes esto —protestó Anderton indignado—. ¿Sabe usted quién soy yo? —concluyó dirigiéndose al que parecía ser el jefe de la partida.

—Lo sabemos —repuso el hombre del abrigo marrón.

A punta de pistola, Anderton fue conducido por unas escaleras y después, por un corredor alfombrado. Se hallaba, al parecer, en una lujosa residencia privada, construida ocultamente en un área devastada por la guerra.

Al extremo del corredor se abría una habitación, más bien un estudio, provisto de gran cantidad de libros y ornamentado, por lo demás, con exquisito gusto. Dentro de un círculo de luz y con el rostro oculto parcialmente por las sombras, un hombre a quien jamás había visto permanecía sentado esperando su llegada.

Conforme se aproximaba Anderton, aquel hombre se quitó unos lentes sin aros, con cierto nerviosismo, y se humedeció los labios. Era de avanzada edad, tal vez unos setenta, y se apoyaba en un bastón con empuñadura de plata. Su cuerpo era delgado y su actitud curiosamente rígida. Sus escasos cabellos grises los llevaba peinados muy pegados al cráneo. Sus ojos únicamente denotaban alarma.

—¿Es Anderton? —preguntó con cierta indiferencia al hombre del abrigo marrón—. ¿Dónde lo encontró usted al fin?

—En su casa —replicó el otro—. Estaba preparando el equipaje... según esperábamos.

El Informe de la Minoría - Philip K. DickDonde viven las historias. Descúbrelo ahora