II

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En la oficina exterior, hablando con Page, se hallaba la esbelta y atractiva joven esposa de Anderton, Lisa. Estaba enzarzada en una animada y aguda conversación de política y apenas sí miró de reojo cuando entró su marido acompañado de Witwer.

—Hola, querida —saludó Anderton.

Witwer permaneció silencioso. Pero sus pálidos ojos se animaron al posar su mirada sobre la cabellera de la mujer vestida de uniforme. Lisa era un oficial ejecutivo del Precrimen, pero una vez había sido, según ya conocía Witwer, la secretaria de Anderton.

Dándose cuenta del interés que se reflejaba en el rostro de Witwer, Anderton se detuvo reflexionando. Colocar la ficha en las máquinas requeriría un cómplice del interior del Servicio, la ayuda de alguien que estuviese íntimamente conectado con el Precrimen y tuviese acceso al equipo analítico. Lisa era un elemento improbable. Pero la posibilidad existía.

Por supuesto que la conspiración podría hacerse en gran escala y de forma muy elaborada, implicando mucho más que el sencillo hecho de insertar una cartulina perforada en cualquier lugar del proceso. Los datos originales en sí mismos tendrían que ser deliberadamente cambiados. Por el momento, no había forma de decir de qué modo podría llevarse a cabo tal alteración. Un frío nervioso le recorrió la espalda, al comenzar a entrever las posibilidades del asunto. Su impulso original —abrir las máquinas decididamente y suprimir todos los datos— resultaba inútilmente primitivo. Probablemente los registros concordaban con la ficha: no haría sino incriminarse a sí mismo en el futuro. Disponía de aproximadamente veinticuatro horas. Después, la gente del Ejército desearía comprobar seguramente las fichas y descubrirían la discrepancia. Y encontrarían en sus archivos el duplicado de una ficha de la que él se habría apropiado. Él sólo tenía una de las dos copias, lo que significaba que la ficha que se hallaba doblada en su bolsillo estaría a aquellas horas sobre la mesa de Page, a la vista de todo el mundo.

Desde el exterior del edificio le llegó el tronar y los aullidos de una patrulla de coches de la policía. ¿Cuántas horas pasarían antes que fueran a detenerse en la puerta de su casa?

—¿Qué te ocurre, cariño? —le preguntó Lisa, inquieta—. Tienes el aspecto del que ha visto a un fantasma. ¿Te encuentras bien?

—Oh, sí, perfectamente.

Lisa se dio cuenta en el acto del escrutinio admirativo del que estaba siendo objeto por parte de Witwer.

—¿Es este caballero tu nuevo colaborador, querido? —preguntó.

Un poco distraído y confuso, Anderton se apresuró a presentar a su nuevo colega. Lisa sonrió en amistoso saludo. ¿Pasó entre ellos como un encubierto entendimiento? No pudo decirlo. Santo Dios, ya estaba empezando a sospechar de todo el mundo... no solamente de su esposa y de Witwer sino de una docena de miembros de su personal.

—¿Es usted de Nueva York? —preguntó Lisa.

—No —replicó Witwer—. He vivido la mayor parte de mi vida en Chicago. Estoy en un hotel... uno de esos grandes hoteles del centro de la ciudad. Espere... tengo el nombre escrito en una tarjeta por aquí en cualquier parte.

Mientras se rebuscaba por los bolsillos, Lisa sugirió:

—Tal vez le gustaría cenar con nosotros. Tendremos que trabajar en íntima cooperación y pienso que realmente deberíamos conocernos mejor.

Asombrado, Anderton se sintió deprimido. ¿Qué oportunidades serían las que proporcionaría la actitud amistosa de su mujer? Profundamente conturbado se dirigió impulsivamente hacia la puerta.

El Informe de la Minoría - Philip K. DickDonde viven las historias. Descúbrelo ahora