Prólogo

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—Apaga ya la luz, Lydia— dijo mi madre asomando su cabeza por el umbral de la puerta.

—Sólo un capítulo más— pedí deseosa de continuar leyendo.

—Es tarde— me rebatió.

—Pero mamá...— protesté.

—Ya— dijo antes de marcharse, dejando la puerta de mi habitación abierta.

Resignada, cerré el libro y lo dejé sobre la mesilla junto a mi cama. Me tumbé, apoyé mi cabeza sobre el lado frío de la almohada y me tapé con la manta hasta la barbilla. Cerré los ojos y aspiré el olor a limpio de las sábanas. Sin quererlo, mi mente transportó mi subconsciente a un bosque repleto de árboles, con algunas de sus hojas, ya anaranjadas, esparcidas por el suelo. Todo indicaba a que estábamos en pleno otoño; la temperatura, al igual que los colores que presentaba aquel bosque, era cálida. Un viento suave soplaba silenciosamente ondeando no sólo mi pelo, sino también mi ropa, mientras los pájaros cantaban. Una cascada se oía no muy lejos de dónde me encontraba, haciendo que el agua cayese y chocase, antes de mezclarse, con la que ya había en el lago.

Cerré los ojos y aspiré el aire fresco a mi alrededor, inundando mis fosas nasales de aquel aroma a tierra mojada, naturaleza y humedad. Un sentimiento de paz y tranquilidad recorrió todo mi cuerpo, de pies a cabeza. Jamás me había sentido así. Me sentía libre, me sentía... Viva.

—¡Despierta!— escuché una voz lejana. —¡Despierta!— repitió esta vez en un tono más alto, más claro y más cercano.

Abrí mis ojos lenta y torpemente, encontrándome con una borrosa figura a los pies de mi cama. Me froté los ojos con ambas manos y poco a poco, aquella mancha fue tomando forma, cobrando vida.

—¡Por fin despiertas!— exclamó aquella figura que ya podía identificar. Tenía cuerpo humano, pero no parecía serlo. Tampoco era un animal. Era... Había visto algo similar en libros de mitología. ¡Era un elfo! Tenía el pelo de un color rubio platino y unos ojos verde esmeralda. Presentaba una estatura media y disponía de unas orejas largas y puntiagudas; a excepción de aquello, parecía una persona normal y corriente. Vestía de colores verdes y marrones que, según leí en los libros, les permitía camuflarse en los bosques.

—¡Levanta!— continuó hablando e interrumpiendo así mis pensamientos. —¡Llegamos tarde!

—¿Tarde?— pregunté desconcertada. —¿A dónde?

—¡Tarde!— exclamó. —¡Muy tarde!

Para mi sorpresa, tiró de mi camiseta y me sacó de la cama. Definitivamente, aquella personita tenía más fuerza de la que, por su complexión aparentaba.

—¿Quién eres tú?— quise saber.

—¿No me reconoces? Soy Aran— dijo. Y al ver mi cara de incertidumbre prosiguió. —Ese es mi nombre de elfo, pero mi respectivo nombre en tu mundo sería Eric.

Seguía sin entender nada. ¿De donde venía? ¿Qué hacía aquí? ¿Por qué estaba en mi habitación? ¿Cómo me había encontrado? ¿A donde quería llevarme? Pero en su lugar, mi pregunta fue otra.

—¿Por qué iba a reconocerte?

—Soy un personaje de tu libro favorito— contestó como si lo que acabase de decir no fuese un completo sinsentido.

—Eso es imposible.

Se acercó a mí y me asestó una colleja en la nuca sin previo aviso, provocando que emitiese un quejido y llevase mi mano derecha, inconscientemente, al lugar donde acababa de recibir el golpe.

—Despierta, Berenice. ¡Soy real!

—¿Cómo me has llamado?

—Berenice.

—¿Qué es eso?

—Tu nombre.

Aquello si que no me lo esperaba.

—Mi nombre es Lydia.

—Aquí en tu mundo sí— asintió. —Pero al igual que pasa con mi nombre, el tuyo también cambia.

—¿Y qué significa?— pregunté presa de la curiosidad.

—La que trae la victoria— contestó. —Con tu ayuda venceremos. Tú traerás la victoria a nuestro reino.

—¿Victoria? ¿Reino? ¿Qué dices?

—Está escrito. Tú eres la elegida, y tienes que acompañarme.

—¿Acompañarte a dónde?

—Ven conmigo y lo descubrirás.

—No voy a ir contigo a ninguna parte hasta que me expliques de qué va todo esto— sentencié cruzándome de brazos.

El elfo suspiró, resignado. Cogió el libro que antes de acostarme había depositado en mi mesilla y a continuación se sentó en la mesa escritorio que tenía en mi habitación.

—¿Lo ves?— preguntó mostrándome la portada del libro donde podía leerse «Serendipia». En efecto, aquel era mi libro favorito. Lo compré por arrebato, cuando estando en la librería ojeando los títulos y portadas de los distintos libros, me encontré con él. Una serendipia es un descubrimiento o un hallazgo afortunado e inesperado que se produce cuando se está buscando otra cosa distinta, y me lo tomé como una señal. Yo no buscaba ese libro, pero lo encontré; y una vez encontrado, no pude dejarlo ir. Así que sin pensármelo dos veces lo compré, y en cuanto llegué a casa lo leí. Me absorbió tanto que no quería ni comer ni dormir, tan sólo quería leer aquel maravilloso libro. Aquella noche, en cuanto lo terminé, no sólo se convirtió en mi libro favorito; sino que le había dado, sin buscarlo ni quererlo, otra connotación a la palabra «Serendipia», pues aquel era el nombre del lugar donde se desarrollaban los hechos del libro. —Serendipia, de ahí vengo yo. Ahí vivo yo— explicó el elfo.

Y entonces caí. Aran. Lo recordaba, y en efecto, era un personaje de mi libro favorito. Todo comenzaba a cobrar sentido en aquel aún mayor sinsentido.

—¿Lo recuerdas?— asentí, y él prosiguió hablando. —Serendipia está en peligro. El hijo de Lutor, dios de la guerra, está destruyendo el reino. Por eso Magnus, dios de los dioses, me ha enviado personalmente a buscarte y llevarte, de inmediato, a Serendipia. Como te decía, sólo tú puedes salvarnos.

—Pero...— titubeé. —¿Cómo voy a salvaros? ¿Qué puedo hacer yo?

—Paso a paso— sonrió Aran. —Primero tenemos que llegar al reino.

—¿Y cómo vamos a llegar?— quise saber.

—Eso es fácil— contestó dando un brinco y poniéndose en pie. Dejó el libro en la mesa sobre la que hasta ahora había estado sentado y después, abrió la ventana. Una luz cegadora entró iluminando por completo mi habitación. En cuanto mis ojos se adaptaron a aquella intensa luz, pude percatarme de que no era luz solar la que entraba por mi ventana, era...

—¡Vamos!— gritó Aran agarrándome de la mano y tirando de mí, hacía el otro lado de la ventana. No veía nada, aquella luz me impedía ver. Pero no era necesario ver para saber que íbamos a caer. Vivía en un séptimo piso, así que caeríamos al vacío, y nos estamparíamos contra el suelo. Es posible que él sobreviviese, ya que no era mortal, pero yo... Cerré los ojos con fuerza, ahogué un grito y apreté la mano de Aran con todas mis fuerzas. No quería pensar, pero la caída se me estaba haciendo eterna. Los segundos transcurrían pero no parecía que llegáramos al suelo.

Y entonces, cuando ya estaba a punto de abrir los ojos, la caída llegó a su fin junto con un chapuzón. No era suelo sobre lo que habíamos caído, sino un lago. Nadé hasta la orilla y salí del agua. Mojada y tiritando de frío miré a mi alrededor, encontrándome con el mismo bosque, los mismos árboles, la misma cascada y el mismo lago que antes de que Aran me despertara, había visto en mi sueño.

—Bienvenida a Serendipia.


BereniceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora