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Habían pasado tres días desde la última vez que supe de Isabelle

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Habían pasado tres días desde la última vez que supe de Isabelle.

Había faltado al colegio, y en menos de tres horas después de haber salido el sol al siguiente día de su ataque había policías buscando por todo el vecindario, golpeando puertas y haciendo preguntas sin sentido que hacían que la sangre me hirviera.

—¿Cuándo fue la última vez que la viste?

—Ayer.

—¿A qué hora?

—Alrededor de las seis o seis y media.

—¿Estaban juntos?

—Por supuesto que estábamos juntos.

—¿Te dijo a dónde iba?

—¡No! ¡Y por eso están buscándola, maldita sea! ¡Porque no le dijo a nadie que se iba a largar!

Mi mundo pedía ayuda. Mis notas cayeron al subsuelo y le dijeron hola a Satán. Obtuve mi primer cero cerrado en un examen en el que no había más que mi nombre, la fecha y el nombre de Isabelle en una esquina. Las horas que debía haber pasado estudiando se consumieron en un frenético vaivén entre la ventana de su habitación y el bosque.

Nadie sabía dónde estaba o si estaba bien.

O si estaba viva.

Pero yo me negaba a creer que algo le había pasado a pesar de que su caja de pinturas, sus materiales y sus lienzos seguían ahí, apoyados sobre la misma roca, cubiertos por el mismo arbusto, pero no había rastro alguno de Isabelle.

Pasaron los tres días más largos de mi existencia.

Cuando pasabas por su casa podías escuchar el eco de los gritos de Carlotta rebotando en las paredes mientras se veía el torturado reflejo de Roger Presley sosteniendo su cabeza en una mano, tan solo escuchando, sin moverse.

Si tenías suerte, podías verlo levantarse e irse directo al cuarto de su hija.

La policía era incompetente. Seguían buscando en el vecindario cuando era claro que ella no estaba ahí. A veces me preguntaba si eran estúpidos.

Yo estaba por mi cuenta. Mamá trataba de hablar conmigo, "consolarme", pero yo no la dejaba, porque no estaba triste, sabía que Isabelle solo estaba jugando a las escondidas para desquiciar a su madre. La única emoción que me veía capaz de sentir era la viva preocupación latiendo en cada centímetro de mi piel.

Ashton, por otro lado, trataba de ayudarme a buscar. Me daba un lugar exacto, como el centro de la ciudad, el centro comercial, la panadería, el barrio siguiente y yo salía disparado en mi bicicleta a voltear la ciudad en busca de su cabeza llena de rizos rojizos.

Cuando llegaba a casa, derrotado por no haber encontrado más que aire virgen y piedras, Ashton me daba un abrazo rápido y me indicaba otro lugar. A veces me acompañaba. Ambos nos aventurábamos a salir a pesar de todos los peligros que esto presentaba, él inclinado hacia adelante, parado sobre los soportes laterales de las ruedas, señalando callejones y respondiendo mis preguntas a gritos. Al final llegábamos, cubiertos en sudor y nos recostábamos en el piso de la sala, pensando en nuevos lugares para buscar hasta que nuestros padres se negaron a dejarnos salir de nuevo. Decían que, si Isabelle estaba perdida, no había razón para que nosotros también desaparezcamos.

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