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Si bien he relatado ya sucesos que atesoro en mi corazón y otros que me han helado la sangre por escasos minutos, podría dejar salir las partes más pesadas de nuestra historia

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Si bien he relatado ya sucesos que atesoro en mi corazón y otros que me han helado la sangre por escasos minutos, podría dejar salir las partes más pesadas de nuestra historia. No sé si me he preparado lo suficiente mentalmente para ello, pero recordarlo siempre presenta un reto. Hasta ahora, lo que he contado no es nada difícil de digerir, son pequeñas escenas que nos dejaron atónitos a los dos, que hicieron que nuestra respiración se redujese a jadeos de sorpresa, pero recuerdo bien ese día...

Todo cambió.

Hasta ahora puedo sentir la sangre helada corriendo por mis venas y el escalofrío bajando por mi espalda hasta mis talones.

Isabelle había tenido detención ese viernes, por haberle gritado a Delilah en medio de la clase de Literatura. Estaba susurrando cosas en su oído. Isabelle me dijo que le hubiese encantado encajarle un golpe en la mandíbula, pero se contuvo.

—Eres una ignorante...

—¡Déjame en paz, pedazo de basura!

Su castigo fue ordenar y limpiar la mitad de los salones de todo su instituto, con un chico de apellido Donovan, de último año, a quien llamaban Donny, a pesar de ser su nombre Milo. La invitó a salir, ella declinó su propuesta a pesar de tener muchísimas ganas de una ensalada de frutas con helado de fresa.

Cuando llegó a su casa, totalmente exhausta, me hizo prometer que la llevaría a la heladería. Yo accedí con una sonrisa, aunque jamás la lleve. No podía arriesgarme a salir del barrio con ella sin su padre supervisándolo todo, era una estupidez.

Comió la mitad de su almuerzo y se fumó medio cigarrillo, yo me lo terminé camino a su cuarto. No había nadie en casa, solo el fantasma de su padre que había movido algunas cosas en la mañana, y no había regresado para el almuerzo, aunque lo había dejado todo preparado para Isabelle. Siempre lo hacía. Vegetales a la mantequilla y pollo con especias elegantes de las cuales no puedo recordar nombres, pero ella lo disfrutó.

Cuando llegamos arriba, se quitó los zapatos de charol, usualmente brillantes, pero llenos de suciedad después de esa tarde, y aflojó los botones de su camiseta polo, color blanco. Era viernes informal. Alcancé a ver el lunar que tenía justo en medio de su pecho.

Isabelle extendió sus brazos hacia mí, haciendo un puchero. Sus manos todavía tenían restos de polvo. Me acerqué a ella despacio y la tomé con delicadeza por la cintura. Desde ese momento supe que había algo bajo nuestra piel que quería salir desesperada. Isabelle examinó mi rostro por un rato y luego levantó mis brazos y me quitó el suéter. Lentamente.

Yo no dije nada, porque sus ojos no buscaban mi aprobación, tan solo se mostraban determinados, concentrados.

Introdujo sus manos bajo mi camiseta, exhalando un suspiro al sentir mi cálido abdomen. Yo di un respingo porque sus manos eran dos pequeños y delicados témpanos de hielo, pero entró en calor rápidamente. La observé con igual intensidad y tomé su rostro entre mis manos, acercándola a mí. Nunca me cansé de sus besos, nunca lo haría si aún la tuviera conmigo. Cada vez que me besaba yo juraba que estaba probando un pedazo de infinito. No solo un pedazo, ¡estrellas! ¡Cometas! ¡El infinito en sí!

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