15

201 20 9
                                    

Cada acción tiene su bien merecida reacción

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Cada acción tiene su bien merecida reacción. Las cosas se pusieron un poco tensas en casa. Mi padre caminaba por ahí, en silencio, esperando a que mi madre abriese la boca para decir algo. Mamá parecía sumergida en su propio mundo, demasiado incomoda como para iniciar una conversación o siquiera mirarme, siempre con una cortinilla de cabello interponiéndose entre mis ojos y los suyos.

Ya me había regañado por no llegar a dormir aquel día, pero yo sabía que tenía algo más que decirme, y ese algo le estaba comiendo la cabeza.

No fue sino hasta una semana y media después que tuve a mi madre, con jabón espumoso hasta los codos, los cabellos cayéndole rezagados sobre la frente, y las ojeras saludando a la luz bajo sus ojos, con una de mis tantas camisas manchadas con labial rojo sangre, y los labios de Isabelle impresos ilícitamente en la tela.

En un hombro, en el cuello, en un costado...

La tenía gritando mi nombre, furiosa, exigiendo una explicación, sospechando, sabiendo que yo ya no era su pequeño niño, que había crecido en todo aspecto posible y ya no le pertenecía.

No entendí como aquello llegó a sus manos. Cuando la vi entrando a mi habitación, con su voz como un zumbido potente, silbando en mis oídos, haciendo eco en mi cabeza, todavía con el aroma de Isabelle paseándose por mi nariz, lo único en lo que pude pensar fue en las tardes en las que me sentaba frente a la lavadora a contemplar las marcas en la tela, adorándolas y queriendo revivirlas una y otra vez, y luego frotándolas con jabón y agua celosamente, siempre vigilando que nadie se aproximase al pequeño cuarto donde yo llevaba a cabo mi acción.

Tal vez la última vez que sucedió, estaba tan embelesado, tan feliz navegando en el mar de su encanto, que las cosas se me escurrieron de las manos. Lo olvidé, tal vez.

O ella... sabía algo.

—¿Vas a explicarte? —preguntó, recargándose en una pierna y manchando su vestido de los sábados con detergente.

Yo estaba harto.

No de mi madre, nunca podría, pero sí de las preguntas, de la famosa verborrea, del "en mi tiempo...". Tal vez ella pensaba que yo estaba diez escalones arriba de donde debería, pero ni siquiera sabía que lo que ella pensaba en realidad se resumían a un par de besos, uno más atrevido que el otro, pero nunca sobrepasando la barrera. Y tal vez para ella estaba mal, pero en mi conciencia yacía el recuerdo de sus labios contra mi piel, de sus manos en mi cabello, de sus sermones, sus caricias, sus historias, su llanto y sus emociones que amaba con todo mi ser, ¡y todo ello era bueno! ¡Puro! ¡Sano!

Era verdadero.

Moví mi cabeza en negación lentamente: —No.

Se mostró ofendida, pero supe atisbar una pizca de resignación.

—Michael...

—No voy a dejar que me sigas censurando así —la miré directamente a los ojos—. Ya estoy lo suficientemente grande para saber que hago.

WILDDonde viven las historias. Descúbrelo ahora