Capítulo ocho: Señala muerte, no destino.

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    Desde mi posición observo a un blanco conejo comer algo de pasto con confianza. Yo me encuentro listo para atacar. Con sigilo y cautela me acerco a éste camuflandome con ayuda de algunos arbustos y troncos de los árboles, sin dejar de contemplar como mi presa alza sus orejas (tal vez oyendo algunos de mis pasos) y al instante me quedo quieto. El animal vuelve a comer luego de un tiempo y sonrío al ver que es todo mío. En el momento en que estoy a punto de saltar para capturarlo oigo un llamado que me estremece y logra hacer huir al conejo. Gurñendo observo como el animal brinca rápidamente fuera de mi alcance. Joder, estaba tan cerca.

—¡Len!

    Bufo exasperado y me dio la vuelta, corriendo en dirección de dónde proviene el llamado. Persiguiendo aquella voz tan conocida y familiar para mí que ahora había arruinado un rico estofado.

    Me acerco al camino de tierra que lleva a la casa de la abuela y logro verla. Suspirando me transformo nuevamente en humano y dejo que me siga llamando, esperando encontrar el árbol hueco en dónde solía esconder algo de ropa. En realidad, en muchas partes del bosque tenía ropa escondida pues al transformarme ésta solía rasgarse, por lo que debía desnudarme antes de hacerlo. Cuando encuentro el árbol me visto rápidamente con un pantalón viejo oscuro y una camisa amarilla. De reojo miro a Rin caminar de forma aburrida, oliendo fastidiada. Sonrío y sin perder más el tiempo me posiciono silenciosamente tras ella.

—¿Por qué tanto alboroto?—Cuestiono y veo con gracia como ella pega un brinco y con la respiración agitada se da vuelta y me mira con ojos abiertos.

—Dios, ¡me has dado un susto de muerte!—Exclama espantada, río levemente y comienzo a caminar a su lado—. En realidad te llamaba para preguntar si no querías pastelillos—expone y mi estómago ruge ante la sola mención de esos exquisitos manjares, vehemente asiento.

—Amo esas cosas, son tan dulces y deliciosas—admito, sintiendo un hilo de baba escurrirse de mis labios. 

    Ella ríe levemente mientras rebusca en su canasta los pastelillos. Yo no puedo evitar quedarme levemente embelesado ante su risa, ella luce más jovial y bonita cada vez que ríe.

—Lo sé, por eso te he traído unos cuantos—comenta sonriente pero la sonrisa se borra con rapidez, extrañado la observo de forma más atenta.

    Ha pasado una semana desde que descubrió mi secreto, desde que viene a visitarme y desde que somos algo así como amigos. Hoy el clima está algo nublado, una fresca brisa sopla y observo con atención como la roja capa de Rin se hondea en el aire y sus rubios cabellos se mueven a al mismo ritmo. El color de su capa es tan atrapante, es casi como el color de la sangre.

—¿Pasa algo?—Cuestiono mirando hacia los árboles, las copas se mueven y una que otra hoja sale desprendida de éste y es llevada por el viento.

—¿Por qué piensas que pasa algo?—Retruca, yo suspiro y la observo. Rin era muy necia y siempre estaba a la defensiva cuando le preguntaba acerca de como se sentía o encontraba.

—Bueno, no es que no agradezca que me visites pero éstos últimos días lo has estado haciendo de forma más frecuente de la habitual, sé que el bosque es tu hogar, Rin, pero vienes muy a menudo... eso me hizo pensar que paso algo en tu casa—razono con precisión mientras tomo el pastelillo tibio que me tiende de mala gana. Ella niega y veo como su mano aprieta con más fuerza su canasta de mimbre.

—No es eso, no pasa nada en casa, sino... es que me siento perdida—murmura, extrañado olfateo el aire, un extraño olor a metal, a sangre se cuela por mis fosas nasales—. Todos tienen una ocupación, ya sabes, un trabajo, un futuro y yo... yo no sé que hacer con el mío—observo a Rin, quien tiene un semblante preocupado, sonrío y me pongo frente a ella quien para de caminar y me mira curiosa.

La bestia dorada | rilenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora