Luneth no sabe mucho sobre sí mismo, vagabundo y desamparado, no sabe qué hacer con su vida ahora que las dos únicas personas que ha amado están muertas. Un extraño incidente hace que conozca a Milo, y éste, como agradecimiento, lo lleva a su casa...
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Veía su propio aliento condensarse con apremiante facilidad mientras intentaba que sus manos ganaran un poco de calor. Era un esfuerzo inútil, pero no sabía qué más podía hacer. No soportaba esas temperaturas y, para empeorar las cosas, entre las tantas conversaciones que tenían las personas que transitaban a su alrededor, pudo escuchar que la temperatura no iba sino a disminuir. Así que dejó de lado la poca esperanza que durante las últimas horas albergó; si no encontraba un refugio pronto, moriría de frío.
Con mucho esfuerzo se levantó de su lugar. Devolvió la mirada para ver si había olvidado algo, una reacción un tanto ridícula pues lo poco que tenía siempre lo cargaba consigo, en esa bolsa secreta que él mismo había cosido en el interior de sus pantalones.
Sus pertenencias no consistían más que en la ropa que usaba: unos pantalones de algodón, una camiseta negra y un abrigo viejo y grande, todos remendados hasta más no poder; tenía también una manta roída que ya no cumplía el propósito por el cual se había atrevido a robarla hacía tanto tiempo atrás, pero que igual conservaba porque la sensación que le daba el saber que era dueño de algo lo sostenía cuando no creía poder seguir adelante. Su más estimado tesoro, sin embargo, era el dije que le había entregado su madre antes de que ésta muriera, ignorada y sucia, por falta de atención médica.
Él siempre supo que ella no era su verdadera madre, pero la quería como tal porque el poco alimento que la mujer podía conseguir terminaba en su boca, de ahí que Luneth se culpara de la muerte de la mujer.
De lo que no estaba seguro era de si Luneth era su verdadero nombre, sólo recordaba que un día como todos los demás, su madre comenzó a llamarlo de esta manera, y como él jamás había tenido nombre por el cual otras personas pudieran llamarlo, terminó quedándose con Luneth, aun cuando jamás terminó de gustarle. Aunque igual no eran muchas las personas que lo conocían y lo llamaran por su nombre, de hecho, la gente solía referirse a él como vagabundo, sucio, asqueroso, cerdo, mendigo; por esto mismo no podía permanecer mucho tiempo en un mismo lugar; y por lo mismo no podía regresar a los lugares que ya había frecuentado.
Esto no significaba que se pasara todo el santo día mendigando o echado en cualquiera acera esperando que un ser piadoso le regalara unas cuantas monedas. Cuando podía, Luneth trabajaba. Generalmente trabajaba por comida, bueno, sobras; pero todo valía y ningún esfuerzo era en vano si podía hacer que a su boca llegara uno que otro bocado.
Pero esa noche la suerte de Luneth pareció esfumarse de la misma manera que la luna en el cielo. Apenas y podía seguir en pie, apenas y podía ver lo que había frente a él, y cuando el olor de la comida lo llevó por senderos a los que sabía, jamás debía acercarse, fue apaleado hasta que no pudo sentir más ni su espalda ni sus piernas, y medio moribundo quedó tirado en un oscuro callejón en donde no existía para nadie. Aunque probablemente jamás había existido para nadie.
Incapaz de seguir soportando el hambre y el frío, Luneth decidió —como si en realidad su voluntad fuera tan grande como para influir de esta manera en su propio destino— morir en ese lugar. Si tenía suerte, los recolectores de basura lo encontrarían al amanecer; en el peor de los casos, algún perro hambriento terminaría devorando su cuerpo sin vida. De igual manera él ya no estaría ahí para presenciar el destino que le esperaba a su cuerpo, para ese entonces esperaba estar en algún otro lugar. No creía en la existencia del cielo como tal, y mucho menos creía en Dios, en los ángeles o en los santos; pero podía asegurar, casi con certeza, que los muertos iban a terminar a algún lugar en donde disfrutaban todo aquello que en vida se les negó.