Luneth no sabe mucho sobre sí mismo, vagabundo y desamparado, no sabe qué hacer con su vida ahora que las dos únicas personas que ha amado están muertas. Un extraño incidente hace que conozca a Milo, y éste, como agradecimiento, lo lleva a su casa...
¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
Milo seguía soñando con el apartamento vacío, así como lo encontró, sin Luneth esperándolo, sin Luneth hablándole y dándole la bienvenida. Despertaba asustado y revisaba exasperadamente el otro lado de su cama: vacío. Nunca nadie más podría llenar ese lugar.
Había pasado el examen de admisión, había superado la ira de sus padres, sus deseos egoístas, había podido cargar con sus esperanzas rotas recogiendo cada pedazo una y otra vez hasta que por fin los sentimientos de sus padres dejaron de desquebrajarse una vez hubieron comprendido que su hijo iba en serio. Luego de esto, decidió seguir huyendo.
Huía como siempre. Jamás había sido bueno lidiando con la responsabilidad, odiaba la responsabilidad, la repudiaba como más nada en este mundo. Y cuando no estaba huyendo pensaba en Luneth y se odiaba un poco más, cada día más, por ser tan cobarde, y luego volvía a huir.
La fuerza había desaparecido, la determinación alguna vez experimentada como algo familiar se fue esfumando, desvaneciendo, evaporando, fue elevándose hasta lo más alto del cielo en donde sabía, jamás sería capaz de alcanzarla. Había mentido. A todos. Luneth, sus padres, Lorena.
Al final, se rehusó a hacerse cargo. ¿Un hijo? ¿Cómo podría cargar con tanto peso? Sus padres no sabían, claro, hasta que Lorena llegó donde ellos y les comunicó todo, fue hasta ese entonces que obligaron a Milo a regresar a su hogar, por suerte, no hubo despedidas, Luneth ya se había ido. Y ahora, en algún lugar deambulaban ambos: el vagabundo que había recogido, la mujer cuyo vientre cargaba una vida que él había ayudado a engendrar pero que ahora trataba como ajena.
Errores, errores y más errores. Estaba cansado.
Cerró los ojos. Se aferró a su libro de historia, lo apretujó contra su pecho. El aroma a páginas viejas hizo que recordara a Luneth. El Luneth al que le había mentido y traicionado. El Luneth de quien se había enamorado. Estos recuerdos hacían que su cuerpo reaccionara, algo inevitable, deseable, deplorable. Pero nada saciaba esa necesidad. Sus manos no eran las de Luneth, y los recuerdos... no, los recuerdos no se pueden tocar.
Consideraba, inútilmente, que era un castigo que se tenía de sobra merecido, y que quizás merecía un castigo aún más severo, uno que le cortara la respiración, le deshiciera las entrañas, le carcomiera los huesos y lo devorara enterito hasta dejar de existir. Pero dejar de existir cesaría su dolor, y alguien como él merecía sufrir hasta el final de los tiempos.
Sus deseos, de alguna manera, empezaron a hacerse realidad. Milo comenzó a ser devorado, pero por la depresión. Sus padres, asustados, no sabían qué hacer con él. Hasta cierto punto habían perdonado su engaño y dejaron ir al nieto que poco a poco comenzaron a aceptar. Pensaron que, su fuerte disciplina y sus incoherentes imposiciones, habían sido lo que había orillado a Milo a hacer todo lo que hizo. Los padres son así, se culpan por todo. Milo, en cambio, insistía que no era culpa de ellos, y se sumergía en sus libros de historia.