Capítulo I: Comienzos y Recomienzos.

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Volvía a tener ese sueño. Uno que lo aquejaba noche tras noche, velada tras velada desde el instante mismo de su reposo hasta el último momento del ritual para despertar en medio del calor húmedo de la costa brasileña. No importaba, para nada, si llovía antes de dormir, si se acostaba con alguna mujer, si los gatos arañaban el tejado o si se dormía intentando completar un informe para El Buró. Ningún factor, ni interno ni externo, hacía que el sueño fuese diferente.

Había sido igual durante nueve años. Y, por lo visto, ni siquiera su traslado a la sede principal del Buró en Latinoamérica, para trabajar en los casos más difíciles y oscuros, le iba a desprender ese caso de la cabeza. Oh, cómo llegaba esa secuencia de imágenes a la cabeza vez tras vez, tan vívidas como en el mejor recuerdo; era como si le proyectasen en un cine 3D los cuadros en una secuencia veloz, una secuencia que lo obligaba a sentarse frente a la película y observar. Aunque es más correcto, en honor a la verdad que se me exige como narrador omnisciente, decir que cada noche volvía a vivirlo.

Estaba ahí, de pie, sosteniendo su humanidad contra uno de los innumerables postes que pueblan las calles de una antaño fría Bogotá, mientras se encontraba en su hora de descanso. Bajo sus pies descansaba un perro negro, al parecer más dispuesto a seguir tumbado en el suelo bajo la sombra amigable del hombre que a correr por ahí tras una fémina de su especie. Leía. Leía con claridad los resultados periodísticos de un nuevo estudio para el metro – El eterno e inalcanzable sueño de cada administración distrital – Y se decía a sí mismo que esta tampoco sería la ocasión. Qué tendría que esperar a moverse con bastón o silla de ruedas para subirse a un transporte que lo llevara de un punto a otro de la ciudad en cuestión de minutos y no de horas.

Frente a él quedaba un inmenso centro comercial. Y él, como patrullero, tenía que estar pendiente de que nada sucediese; ni siquiera el más leve de los hurtos o la más ligera riña. Del centro comercial salían dos figuras: Un hombre joven, alto, de tez morena y cabello negro revuelto, con lentes y vestido implacablemente de negro, sonreía; llevaba de gancho a una hermosa señorita de cabello rubio y ojos azules, cutis blanco y delicado, talle perfecto y casi tan alta como él; ayudada por su acompañante, llevaba en brazos a una bebé, notorio esto por el color rosa de la cobija que la envolvía. Iban felices, y aquél patrullero sonrió. Era raro ver esa felicidad por esos lugares; todo solían ser luchas, peleas, malas caras... era lo primero que veía agradable en el día.

De repente, un sonido sordo y potente se expandió por el ambiente, obligando a los transeúntes a lanzarse al suelo. Una motocicleta de escaso cilindraje, a lo sumo 150 CC, atravesaba como un bólido la calle que estaba frente al centro comercial y que la pareja quería cruzar. El patrullero vio horrorizado como la rubia cerraba los ojos y se desvanecía, dejando caer a la niña de sus brazos, herida de bala en dos lugares de su bajo vientre. El hombre se apresuraba a sostenerla por la cintura con un brazo, mientras con el otro impedía que la niña cayera al suelo...

La gente corría hacia todas partes, horrorizada, mientras el hombre se arrodillaba con la niña entre sus piernas, llorando aturdida; y él llorando también, mientras la rubia sonreía con una lágrima corriéndole por las mejillas, le acariciaba el rostro y dejaba caer su fina mano entre las de él, cerrando los ojos y dejándose ir de la vida. Y él, un simple patrullero, parado junto al poste, con el periódico en la mano, incapaz de nada, aturdido por los disparos y la muerte que le tocaba presenciar... El hombre le pedía ayuda, suplicante, con la mirada, mientras la niña no dejaba de llorar... ¡Oh tortura cruel! No podía moverse, no reaccionaba, era como si no estuviera ahí...

Era ya la tercera vez que el sueño lo despertaba es noche. Los octubres eran meses terribles, llenos de esquelas de compromiso, misas conmemorativas de pérdidas del pasado, música sacra, visitas a iglesias y sueños reiterados. Miró la fecha y la hora, como por hacer algo. 25 de Octubre, 3:33 AM. Vaya. Justo nueve años después de eso. ¿Era tan extraña coincidencia necesaria para recordarle que era el caso de su vida? ¿Acaso era que no podía ya, después de nueve años de obsesión y de intentos infructuosos, pensar en otra cosa?

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